EL NEGOCIO DE LOS TEXTOS ESCOLARES

Por: Manuel Fernando Flores Orellana

mflores2508@hotmail.com

 

En medio del lamentable escándalo que se ha producido en torno al ahora lucrativo negocio de los textos escolares, surge en mi memoria la forma en que los estudiantes «primariosos» teníamos acceso a los libros de todas las materias (El clásico libro Venciendo ó el Bruño, sólo por citar algunos), antes de que la llamada modernidad impusiera reglas de crucifixión para los padres de familia, quienes no merecen ese trato, ni estar en el ojo de una tormenta de intereses sucios.

 

Recuerdo que el Estado, es decir los gobiernos de hace cuatro o cinco décadas, había asumido la obligación de entregar una cuota de libros, cuadernos, lápices a los estudiantes de las Grandes Unidades Escolares, en el supuesto positivo de que eran hijos de familias que carecían de recursos.

 

Los libros no eran regalados, nada de eso. Eran prestados. Cada alumno recibía ese préstamo y tenía la obligación de devolverlo, en las mismas condiciones, al final del curso porque -tenían mucho cuidado en insistir los profesores- iban a servir para otro niño que ingresara el próximo año a esa aula.

 

Esto significaba que uno tenía que cuidar el libro como si fuera de oro. Lo forraba con vinifán o papel kraft, le ponía etiqueta hecha a mano con tinta roja, ponía su nombre con azul y con mayúsculas el título y el nombre del colegio para facilitar su devolución por si llegaba a perderse.

 

Había libros que uno tenía que comprar, por supuesto. Pero eran en papel periódico y uno procuraba mantenerlos sin mácula ni anotaciones, porque iban a servir para el hermano menor, para el vecino que llevaría ese curso el próximo año. Era pues, la nuestra, una sociedad mucho más solidaria.

 

Recuerdo que unos primos que egresaron de la secundaria me regalaron libros de Gustavo Pons Muzzo y otros grandes autores, que utilicé no solo yo sino también mis hermanos, y hubieran sido transferidos a la próxima generación si no hubiese sido porque la modernidad trajo los textos en fino papel cuché con espacios para marcar. Es decir, libros de usar y botar.

 

El maestro decía al iniciar su clase: «Abran sus cuadernos de historia». Luego se explayaba en una explicación de cómo ocurrió tal o cual acontecimiento. Tomaba un mini-examen, si así puede llamarse al repaso de lo que acababa de exponer y si comprobaba que no había sido lo suficientemente claro, repetía la explicación.

Comprobado que se había asimilado la lección, iniciaba el dictado. Se aseguraba que el texto apareciera limpio y ordenado. A veces sugería que el alumno dibujara, utilizando su imaginación, una escena sobre su exposición y la incluyera en el cuaderno. La forma en que se presentaba el cuaderno constituía un bono por un mayor puntaje.

 

Escuchar a un especialista señalar que hoy el maestro solo dice abran su libro en la página tal y marquen las respuestas en los espacios en blanco, me produce una sensación de abandono e irresponsabilidad y, además, de desperdicio, porque ese libro garabateado quedará fuera de uso.

 

Otro especialista dijo en la televisión algo realmente estremecedor: «Nuestra educación está en el siglo pasado». Hay que preguntarse si lo que les acabo de contar fue mejor o peor que lo que sucede hoy. Gracias por leerme.