José Álvarez Alonso
La palabra ‘inclusivo’ se ha convertido en un auténtico comodín en el discurso político y social de nuestros tiempos. Casi casi como el término ‘sostenible’, que se atribuyen proyectos que hacen más daño al ambiente que una plaga bíblica, o los términos “campestre” y “turístico”, para negocios bastante mugrientos que están en pleno casco urbano de muchas ciudades del Perú. Si alguien quiere que su modelo venda o sea aceptado en ciertos medios y sectores, tiene que incluir estos términos, así como el término ‘competitivo’ es también indispensable en los ambientes más relacionados con los negocios y el desarrollo. El término inclusivo se usa para indicar que no se discrimina a nadie por razón de su género, raza o creencias, y también para indicar que una política, programa o proyecto busca incorporar a las poblaciones más marginadas o excluidas tradicionalmente en la vida social, económica y cultural; de ahí que se hable de lenguaje inclusivo, de educación inclusiva y de negocios inclusivos.
En Loreto, calificar de inclusivo a algún proyecto debería, por tanto, considerar no solo a las poblaciones vulnerables o marginadas de las zonas urbanas, sino a las tres mil comunidades rurales, indígenas y ribereñas, que pueblan las márgenes de los ríos loretanos. Sin embargo, la mayoría de los proyectos de inversión pública que se proponen para impulsar el “desarrollo” regional en zonas rurales con frecuencia no suelen tener en cuenta las reales prioridades y necesidades de esas comunidades, ni suelen contribuir a un desarrollo realmente inclusivo, sostenible y pertinente culturalmente de las mismas. O les imponen una visión urbana, inconsulta, con frecuencia alejada de su realidad. Llenar de “obras” de cemento y fierro a comunidades donde la desnutrición crónica infantil y la anemia afectan a más de la mitad de los niños, donde la salud y la educación están por los suelos, y donde las familias tienen ingresos de menos de un dólar al día, no parece la opción de inversión más inteligente y oportuna.
Especialmente delicado es el tema con las comunidades indígenas tradicionales. El reconocido antropólogo Jorge Gasché, ya desaparecido, que por más de cuatro décadas estudió a las comunidades amazónicas en Perú y Colombia, en varias de sus obras (y, en especial, en los dos tomos del libro “Sociedad bosquesina”) critica duramente los proyectos de “desarrollo” impulsados en comunidades indígenas, la inmensa mayoría de los cuales fracasan incluso antes de culminar o poco después. Atribuye estos fracasos a una serie de causas, desde técnicas hasta económicas, y califica al enfoque de los promotores de esos modelos culturalmente impertinentes de “etnocentrismo cientifista”: es decir, que por tener un cartoncito de alguna universidad y la piel algo más clara ya se creen que saben más de las prioridades y modelos de desarrollo de los indígenas que ellos mismos. También a la promoción de proyectos “agropecuarios” con comunidades cuya cultura está más asociada al manejo de los recursos naturales del bosque y de los ecosistemas acuáticos asociados (de ahí el término de “sociedades bosquesinas”).
Como hizo notar hace un tiempo en su semanal “Prospectiva Amazónica” el economista Roger Grández, uno de los grandes obstáculos para el desarrollo de la Amazonía peruana son las enormes brechas en desnutrición crónica y anemia que aquejan a nuestros niños. Es un lastre gigante que limita las capacidades de las nuevas generaciones para contribuir al desarrollo de sus comunidades. Ni qué hablar de las brechas legales (la informalidad campante en las comunidades, pues muchas siguen sin tener territorios titulados, y menos aún permisos formales de acceso a los recursos de sus bosques), las brechas técnicas y científicas (son muy escasos los indígenas cualificados, por ejemplo, para manejar formal y comercialmente los recursos de sus bosques, para dar valor agregado a los mismos, o para gestionar empresas que puedan colocarlos en mercados globales.
En el IV Congreso Amazónico de Emprendedores, realizado en Iquitos el pasado año bajo el lema “Por el desarrollo sostenible e inclusivo de la Amazonía con visión al 2050”, se habló mucho, y con mucha información relevante, de desarrollo y de sostenibilidad, pero bastante menos de inclusividad. No todo negocio que da trabajo a indígenas es inclusivo, si estos siguen siendo los peones, la mano de obra no cualificada, que recibe migajas de prósperas cadenas de valor.
Recientemente se realizó en Lima la segunda edición del ‘Mes del Emprendimiento Indígena’, que impulsa la Cámara de Comercio de los Pueblos Indígenas del Perú – CCPIP, en alianza con diversas organizaciones. Emprendimientos liderados por indígenas, varios de ellos loretanos, son la gran esperanza de la Amazonía peruana, porque ellos son los que pueden cambiar los paradigmas y el modelo, pues llevan las riendas y establecen las condiciones en los negocios. Sin duda requieren de alianzas con empresarios privados para acceder a mercados y el apoyo del Estado y de la cooperación para consolidarse en un campo tan competitivo, pero ellos llevan y deben llevar el timón.