Desgraciadamente, todo lo que constantemente se hace, se vuelve una costumbre, buena o mala por la fuerza de su repetición, se vuelve como algo normal. Así estamos viendo a niños, de escasos años de vida que no alcanzan los 10 años, unos trabajando en las calles y otros mendigando un pan, una moneda o un mendrugo en los restaurantes de la ciudad.
Fuerte el escenario. Desgarrador diríamos mejor. Pero nuestros niños están en manos de Dios, sin que haya un trabajo efectivo de nuestras autoridades o de las instituciones encargadas de velar por el bienestar de la niñez.
Los chiquillos, varones y mujeres, están expuestos a serios peligros ante tanto desadaptado que anda suelto por la calle, sin la menor protección que todo niño debería tener como derecho por haber nacido en una nación que se precia de humanista, pero que una suerte maldita les hizo nacer en un hogar de padres consumidos por el alcohol y la droga.
¿Qué hace un niño o una niña a las 12 de la noche por la Plaza de Armas, suplicando al turista una moneda? ¿Acaso no sabemos de la existencia de miles de pedófilos que están al acecho de menores de edad para saciar sus bajos instintos? ¿Por qué no se invierte en un gran albergue que abrigue en su seno a todos los muchachitos que prácticamente viven en la calle, durmiendo en cartones, acompañados por otros más grandes que ellos, con más calle, muchos vicios y más desviaciones?
Ayer fue el día en que hemos debido recordar que los niños no deben trabajar, que los niños deben estar en la escuela estudiando, formando su mente y su espíritu para más tarde ser los que conduzcan nuestra sociedad. Pero así como están los niños pobres, vagando día y noche, ¿qué podemos esperar de ellos, sino los futuros delincuentes que asolarán a la población?
Que no vaya más allá el problema. Hagan algo por ellos, lo necesitan. Dios les va a premiar.