Por: José Álvarez Alonso
Ocurrió en el río Tigre hace años. Un maderero mañoso, de cuyo nombre sí me acuerdo pero no voy a mencionar por razones obvias, hizo un trato leonino con una comunidad indígena: les ofreció un motor -generador- de luz a cambio que le dejasen sacar madera. La comunidad, inocente como todavía es la mayoría, aceptó pensando que era un buen negocio, sin darse cuenta de que el maderero no había precisado ni la cantidad de madera que pensaba sacar, ni el estado y potencia del motor de luz.
Cuando acabó de sacar su madera y entregó el pago a la comunidad se dieron cuenta del engaño: había sacado más de dos mil trozas de maderas varias, entre tornillo, moena, charapilla y otras maderas finas, y les había dejado un motorcito de segunda mano que apenas daba luz a cuatro casas. Pero ya era tarde, el mañoso se había llevado feliz sus trozas, y se aprestaba a hacer la misma trafa con otras comunidades de la cuenca.
Además de dejar el monte de la comunidad pelado de maderas finas el maderero lo dejó hecho una desgracia, porque el tractor se paseó por aquí y por allá, hizo viales sin ton ni son, matando miles de árboles de todo tamaño, dejando claros en el bosque por todas partes, y llenando de barro muchas quebradas. Yo visité ese monte algunos meses después, y se veían las rodadas del tractor llenas de agua por todas partes, palos tumbados y desperdiciados por aquí y por allá, mientras que la hierba cortadera había invadido las viales y dificultaba el camino por el bosque. Por supuesto que gran parte de los animales se ahuyentó de la zona, así que la comunidad quedó en una situación deplorable (como suelen quedar, por cierto, casi todas las comunidades que hacen tratos con madereros de medio pelo): sin árboles, sin animales y con una cojudeza de motor que ni para hacer fiesta de cumpleaños servía.
Sin embargo, y aunque algunos no lo crean, las malas acciones terminan por volverse contra el que las comete, y el más ‘cabeceador’ puede resultar más ‘cabeceado’: al poco tiempo la gente del pueblo se enteró de que la esposa del maderero le había sacado la vuelta largándose con un jovenzuelo bien trejo, y encima se había levantado toda la plata de la madera, que ella se había encargado de vender en Iquitos. Así que el cabeceador del maderucho terminó misio y con una cornamenta respetable. La gente de la comunidad tuvo su pequeño desquite con esto, aunque no recuperó lamentablemente su madera.
Ésta fue una de las historias que se comentó en el taller nacional sobre manejo forestal comunitario que tuvo lugar recientemente en la ciudad de Pucallpa. Entre los asistentes había numerosos líderes indígenas y campesinos de varios departamentos amazónicos, cada uno con sus historias de depredación de los territorios y la riqueza forestal de las comunidades. No hay comunidad amazónica que no tenga una historia similar. Yo he oído cientos. Luego de escucharlas, quedamos más convencidos que nunca de que la única salida para que la madera contribuya realmente al desarrollo de las comunidades es el manejo forestal comunitario. Donde entró la «madereada» en grande, y especialmente si entró un tractor forestal, la comunidad quedó mucho peor de lo que estaba: sin madera, con los animales ahuyentados y las quebradas maltratadas, con viales y rodadas llenas de agua y larvas de zancudo por todas partes, y con un mísero motorcito, u otra dádiva que no saca para nada a la comunidad de su situación de pobreza crónica. El pago por árbol a las comunidades es irrisorio, entre 20 y 50 soles como mucho, quizás 100 si es caoba, aunque se escuchó de pagos mucho más ridículos. Como comentaba un asistente, al contrario de los ecoturistas, cuyo lema es «no llevamos más que fotos, no dejamos más que huellas», el lema de algunos malos madereros (diz que hay algunos buenos, debo investigar) es «nos llevamos todo, y dejamos el monte pelado, y la comunidad con deudas, cuernos, división y conflictos». Y todavía hablan que dan trabajo a la gente….
Según un estudio hecho hace ya unos 10 años en la Región Ucayali por el desaparecido ingeniero Américo Quevedo, más del 60% de las comunidades nativas tenían su territorio depredado «al máximo», sin maderas valiosas y sin animales, cazados y ahuyentados en buena medida por los madereros. Hoy probablemente el porcentaje se eleva al 70-80%, cifra que confirman algunos dirigentes indígenas de esta región.
Durante el taller, algunas empresas forestales expusieron sus proyectos de trabajo con comunidades, bastante maquillados por cierto. «Eso no es manejo forestal comunitario», protestó un dirigente indígena. «El manejo forestal comunitario es cuando la comunidad es la que lidera el proceso, extrae ella misma la madera y la vende a precio de mercado, no cuando vende la madera en pie o presta a lo sumo mano de obra como peones.» De estas experiencias, se dijo, hay pocas todavía en la Amazonía peruana, y la mayoría no son sostenibles porque sólo duran mientras hay un proyecto que financia. Las pocas comunidades que han obtenido un permiso forestal dentro de sus territorios han recibido apoyo de alguna ONG o de algún maderero; en este último caso ya saben el resultado. Como explicaba un dirigente, muchas veces la gente de la comunidad termina debiendo al maderero, pese a que éste sacó toda la madera valiosa, gracias al infame sistema de la habilitación…
Entre las pocas experiencias exitosas y hasta ahora sostenibles -aunque de momento con recursos forestales no maderables- es la de las comunidades del Tahuayo y el Nanay, experiencia expuesta durante el citado taller de Pucallpa. Aquí la gente extrae, procesa y da valor agregado a fibras de chambira para exportar a Estados Unidos. Las más de 150 artesanas (mayoría mujeres) han constituido una microempresa llamada Mi Esperanza, y ellas realizan todo el proceso desde la reposición de las plantas de chambira hasta los trámites de exportación, la atención a los pedidos y los cobros de las remesas. Ahora se está comenzando a trabajar con joyas de semillas y con madera; ya algunas comunidades han obtenido permiso forestal y han conseguido vender a mejores precios sus árboles (entre 30 y 50% superiores que cuando trabajaban informalmente). El reto es darle valor agregado a los productos: en vez de vender un árbol por 20 ó 50 soles, con una troza pueden llegar a vivir un año, y muy bien, si trabajan, por ejemplo, artesanías de madera… Estos productos pueden entrar a los mercados mundiales con precios muy ventajosos si salen con certificación de origen y garantizando que son productos elaborados por comunidades que cuidan sus bosques.
Definitivamente, el futuro de la actividad forestal en la selva pasa por el manejo forestal comunitario.