Por: José Álvarez Alonso
La señora Elsa había criado a Felipe (un hermoso guacamayo azul y amarillo) desde que era un pichón. Se había encariñado con él, y él con ella. Cada vez que yo viajaba a Tarapoto me alojaba en su hotelito, La Patarashca, y era testigo de escenas de ternura entre ambos; incluso le saqué algunas fotos: la señora en su hamaca, y Felipe posado al lado de la cabeza y acariciando tiernamente con su pico el pelo y orejas de su dueña. Un día llegué al alojamiento y la señora se me acercó preocupada:
«Don Pepe, usted que estudia las aves, quiero que me expliqué qué puede haber pasado con mi Felipe». Y me contó cómo, desde hacía unas semanas, el animal había cambiado totalmente de comportamiento: dejó de ser cariñoso con ella, se mostró cada vez más agresivo, e incluso había llegado a morderle un dedo. Le pregunté si había mostrado un cambio también hacia su esposo, César.
«Claro que sí, pero ahora con él es más cariñoso, le sigue como un perro, y si me acerco a él, me quiere morder».
«Ahhh… Otra cosa», le pregunté. «¿Ha observado si Felipe anda buscando algún hueco donde meterse?»
«Justo», me contestó. «Mira, a cada rato se mete en el hueco del desagüe y se pone a gritar…», me dijo señalando el lugar.
«Bueno, señora», le contesté, «sepa usted que su guacamayo no es Felipe, sino Felipa. Es una hembra, y se ha enamorado de su marido. Está en celo, busca lugar dónde poner sus huevos, y por eso está celosa con usted». Luego observé el comportamiento del animal cuando llegó César: le seguía a todas partes mientras podía, con sus alas cortadas, se posaba en el espaldar de su mecedora y seguía su conversación con movimientos de cabeza, grititos contenidos, y contracciones y dilataciones de sus pupilas… Definitivamente, la Felipa estaba enamorada de Don César.
Esto no es raro en guacamayos y loros grandes. Es sabido que, al igual que la mayoría de los mamíferos y aves amazónicos, no se reproducen en cautividad cuando han sido amansados desde chiquitos y viven en contacto estrecho con el hombre, porque sufren el proceso que se llama «troquelaje» o «imprinting» con el que los cuida en sus primeras semanas de vida. Esto dificulta definitivamente la domesticación de la fauna amazónica con fines comerciales, algo que desconocen los que siguen hablando de criar pucacungas o paujiles en vez de gallinas, como si ahí estuviese la solución a la desnutrición y pobreza amazónica…
Los guacamayos se suelen emparejar de por vida, y son muy fieles a sus parejas. He escuchado a los indígenas decir que si matas a uno de los miembros de su pareja (especialmente del Guacamayo Rojo y Verde, Ara chloropterus), el otro lo llora por años y nunca se vuelve a emparejar. Su tasa reproductiva es muy baja, porque invierten mucho tiempo y esfuerzo en criar a sus pollos (generalmente dos por camada, aunque con frecuencia sólo uno llega a volar del nido) y sólo se reproducen cada dos o tres años. Son muy longevos, sin embargo: se sabe de individuos que han superado los 70 años en cautividad, aunque en el medio silvestre su esperanza de vida es más corta.
Por eso los guacamayos son tan vulnerables a la caza. Han sido extirpados de la mayor parte del territorio de Loreto, y sólo es posible verlos en lugares muy apartados, y en buenos números, sólo en áreas protegidas grandes como la R. N. Pacaya-Samiria. Observando las densas bandadas de estas aves en las selvas de Madre de Dios (y de otros muchos animales), uno se da cuenta de cuánto hemos perdido en Loreto, después de 150 años de caza indiscriminada.
No puedo dejar de pensar que hace apenas 150 años, delante mismo del malecón de Iquitos, densas bandadas de guacamayos, loros, pavas, monos y otras aves se acercaban a tomar las aguas salobres que filtran en el barranco de los malecones Tarapacá y Maldonado. Estoy seguro que esa zona fue una collpa muy frecuentada, como lo son otras donde afloran esos sedimentos en zonas apartadas. Efectivamente, las grises arcillas de la Formación Pebas que ahí se observan son ricas en sales, muy apreciadas por los animales, porque hace 15 – 20 millones de años eran parte del fondo de un lago salobre llamado por los geólogos Lago Pebas (sic, aunque tomó su nombre de la ciudad de Pevas, donde fue estudiada esta formación geológica por primera vez).
En mis frecuentes charlas por las comunidades siempre le hablo a la gente de que un guacamayo vale mucho más vivo que muerto: un estudio realizado en Madre de Dios calculó que cada guacamayo de los que acude a las collpas del bajo Tambopata, adonde acuden miles de turistas, puede producir al año entre 750 y 4700 dólares en ingresos por turismo, y en toda su larga vida, entre 22,500 – 165,000. Esto fue calculado hace unos 10 años, cuando Madre de Dios recibía unos 60,000 turistas al año; ahora recibe más de 200,000 turistas. Comparemos esto con el kilo a kilo y medio de carne correosa y desabrida si llegamos a meter a la olla a uno de esos bellos animales (y lo dice alguien que la probó hace años…) No es extraño que el turismo en Loreto no consiga despegar, al contrario de lo que ocurre en el Sur: muchos turistas se van defraudados porque no encuentran en nuestra región la selva que esperaban y han visto en internet o en la televisión: una selva llena de grandes y vistosos animales… Paradójicamente, la carne o subproductos de muchos de ellos son ofrecidos a los turistas en los restaurantes o en la calle…
Por otro lado, los guacamayos, al igual que otras muchas aves, cumplen un papel muy importante en el ecosistema. Si bien la fauna está para servir al hombre, ésta debe ser aprovechada sosteniblemente. Los guacamayos y loros grandes están protegidos por la ley y es un delito cazarlos para comer o para mascotas.





