Vida sin papas fritas

Por:  José Álvarez Alonso

»Una vida sin papas fritas no vale la pena», me comenta filosófico mi hijo Sebastián, aficionado como la mayoría de niños y jóvenes modernos a la comida chatarra, luego de comentarle una noticia periodística sobre los peligros de este alimento. Efectivamente, es sabido que comer papas fritas y otros alimentos ricos en almidón calentados a temperaturas mayores a 120° C acelera el envejecimiento. De acuerdo con estudios de la Academia Nacional de Farmacia de Francia, se producen reacciones químicas que originan productos tóxicos.
«Más vale una vida algo más corta y mejor vivida, que vivir más privándose de todo», reitera Sebastián. Él es muy consciente de los peligros de la comida chatarra, y no abusa de ella, pero de cuando en cuando nos sale con »hace tiempo que no como hamburguesa, quiero intoxicarme un poco, cómprenme una, por favor.»
El médico danés Uffe Ravnskov, famoso por tirarse abajo los mitos sobre el colesterol alto y los deletéreos tratamientos para bajarlo, escribió en uno de sus libros: »Los beneficios de manipular las grasas en la dieta nunca han sido probados. En lugar de prevenir las enfermedades cardiovasculares los nuevos consejos (sobre el colesterol y el consumo de grasas) pueden transformar a individuos sanos en hipocondríacos infelices obsesionados con la composición química de su comida y de su sangre, además de minar el arte de la cocina, destrozar el placer de comer, y desviar recursos de la salud de los pobres y enfermos hacia los ricos y sanos.»
No sé ustedes, pero conozco un montón de esos/as hipocondríacos deprimentes y obsesionados con el fitness que han hecho de su vida un viacrucis de privaciones para conseguir la dieta, la salud y la línea perfectas, y una vana eterna juventud. Efectivamente, pocas cosas hay tan patéticas como observar a un obsesionado u obsesionada con la dieta y comida… comiendo. Se parecen a los escrupulosos morales del tiempo de nuestros bisabuelos, que veían pecados por todas partes y se iban a confesar al menor desliz.
Lo paradójico es que con frecuencia trabajan en vano: un consejo nutricional típico, de acuerdo con un estudio realizado en EE.UU, dura en promedio unos diez años. Lo que hoy se considera muy bueno para la salud o la nutrición, luego se demuestra que no lo es tanto, que tiene contraindicaciones para cierto tipo de personas o condiciones… Un ejemplo es el de las grasas citado más arriba, satanizadas por unos y ensalzadas por otros; o el de tomar agua todo el día como camellos en oasis: hace poco la Secretaría de Salud de EE.UU publicó una declaración: no hay prueba alguna de que tomar más agua de la que pide el cuerpo tenga algún beneficio para la salud.
Por otro lado, si alguien se propusiese seguir siquiera un 1 % de los consejos sobre la salud nutricional que andan por ahí regados en libros, revistas especializadas, artículos de prensa, portales, blogs y demás, se volvería loco, pues suman decenas sino centenas de miles, a cual más estrambótico y hasta contradictorio. Y si a alguien se le ocurriese forzar a una persona a sufrir las privaciones, rutinas y duros ejercicios que algunos de estos fanáticos masoquistas practican voluntariamente, podría sin duda ser acusado de torturador y violador de los derechos humanos. Ni la Iglesia en sus momentos más oscurantistas llegó a preconizar esos niveles de ascetismo y privaciones.
Cito un jocoso fragmento tomado de un blog en internet: »Uno de los temas recurrentes en las películas de Woody Allen que más me divierte y con el que más me identifico es la burla ácida que hace de quienes trotan y trotan y trotan por Central Park, por Riverside Park, por la vida, con caras de tragedia, de desgracia, de agonía. Traducen pasos en calorías y calorías en centímetros menos de cintura. Más que trotar, se arrastran (…). Van con caras de penitentes de Viernes Santo, sólo que, en vez de ese disfraz púrpura de Ku Kux Klan que uno ve en las procesiones de Popayán o Sevilla, llevan unas sudaderas y unos tenis horrorosos y costosísimos llenos de bolsas de aire y suelas de tres materiales distintos. No se dan fuete ni se incrustan cilicios. Pero el sufrimiento es parecido.»
Por cierto que no pretendo descalificar a las personas, especialmente mujeres, que se cuidan y les gusta verse bien porque se quieren, dentro de los límites de lo razonable. Estamos hablando de los extremos. Como en todo, la clave está en la moderación.
Dejando para los terapeutas los extremos patológicos, cabe juzgar a estos cultores del fitness, la apariencia y el cuidado extremo del cuerpo en un contexto de valores cristianos: bueno sería que lo hiciesen, como los ascetas de antaño, por amor a Dios y a sus hijos los hombres, y dedicasen lo ahorrado en comida y algo de su tiempo -y de sus menguadas energías- a ayudar a su prójimo. Pero no, no suele ser el caso, porque en ese submundo predominan el culto al ego y los valores individualistas de la modernidad, y la preocupación por el otro o por la comunidad no suele ir más allá de cumplir con las leyes y el pago de los impuestos. La obsesión con el tema de la salud, la apariencia, el cuerpo perfecto y todas esos pseudovalores posmodernos es, finalmente, una variante más del grave pecado del egoísmo.
Claro que hay extremos por uno y otro lado. En el polo opuesto de los híper dietéticos y los anoréxicos están los incontinentes, que se atracan con harinas, dulces y fritangas, y terminan temprano su glotona vida aquejados de achaques, con un ataque al corazón o un coma diabético. Hay un término medio que, como decían algunos filósofos griegos y romanos, suele ser el hogar de la verdad: comer razonablemente de todo y en cantidades moderadas. Epicuro, por ejemplo, defendía en la Atenas del siglo IV AC un «hedonismo racional», la búsqueda de una vida placentera pero de forma prudente y moderada, evitando excesos que a la larga producen dolor, a uno mismo y a los otros.
Finalizo con el primer consejo para una vida larga y plena del famoso Dr. Shigeaki Hinohara, centenario médico japonés que ha ayudado a millones de personas a vivir mejor, dice así: »La energía proviene de la sensación de bienestar. No de la buena alimentación o el descanso: todos recordamos como cuando éramos niños, y nos estábamos divirtiendo, con frecuencia nos olvidábamos de comer o dormir. Creo que siendo adultos podemos mantener la misma actitud. Es mejor no saturar al cuerpo con demasiadas reglas y horarios.»