¿Una sequía en cien años?

Por: José Álvarez Alonso

El río más caudaloso del mundo, cuya cuenca alberga un quinto del agua dulce no congelada del planeta, sufre este año otra de esas sequías extremas que ya se están haciendo habituales. Los estragos más graves se sienten en Brasil, donde la estacionalidad está más marcada (especialmente en la región sur y este), porque todos los años suelen tener una estación seca entre julio y diciembre. Este año la situación es tan crítica que se calcula que más de un millón de personas están en riesgo de desabastecimiento de agua y alimentos, y algunas de las más grandes hidroeléctricas del país (como la del río Madeira) han tenido que paralizar sus operaciones.
En el 2005, cuando ocurrió lo que en ese momento se catalogó como la sequía del siglo, algunos expertos se atrevieron a decir que era un evento excepcional, de los que suelen ocurrir cada cien o doscientos años. El 2010 una sequía aún más extrema asoló toda la cuenca amazónica, batiendo récords de temperaturas y de descenso en los niveles de muchos ríos, incluyendo el mismo Amazonas. El 2015 y 2016 se volvieron a repetir sequías severas, aunque no tan extremas como la del 2010. Este año parece que de nuevo se batirán récords.
Durante los años 2005 y 2010, yo estaba viviendo en Iquitos, y fui testigo de la escasez de agua en la ciudad, y de los problemas de desabastecimiento de algunos productos provenientes de los Andes y la Costa el 2010 (por varias semanas las lanchas que los transportan desde Pucallpa y Yurimaguas estuvieron varadas). Este año también he sufrido (por unos días) los estragos del calor extremo en Loreto. Las noticias que llegan de otras regiones amazónicas son más alarmantes aún, desde Amazonas hasta Madre de Dios, donde se han batido récords históricos de temperatura. Algunos amigos me comentan que en la selva alta (Amazonas, San Martín y Huánuco) ya están sufriendo los cultivos de cacao y café, y se teme la pérdida de las cosechas.
Al retorno de un viaje por el río Napo, hace unas semanas, observamos con mis acompañantes un extraño color en el cielo en las riberas del Amazonas: era el humo de los incendios, la gente de las comunidades vecinas aprovechado el “verano” para quemar sus chacras. Esto, que es normal y no debería implicar ninguna amenaza para el equilibrio climático de la Amazonía, comienza a ser un problema cuando no son chacras de yuca y plátano, sino miles, millones de hectáreas sembradas de cultivos comerciales destinados a la exportación. Esto ocurre principalmente en Brasil y Bolivia, donde la frontera agrícola se ha venido ampliando sin pausa en los últimos años. Ciertamente se redujo la deforestación de forma espectacular en los primeros meses del gobierno de Lula, pero durante el mes de septiembre ya se han registrado unos siete mil incendios, una cifra que no se superaba desde 1998, según las autoridades brasileñas.
Todavía hay gentes que califican el cambio climático de un invento de la izquierda mundial reconvertida al ambientalismo, y se oponen a cualquier medida de protección de los bosques amazónicos, con el prurito de defender el derecho al desarrollo de sus pueblos, cuando estos bosques son, quizás, la única defensa frente a ese escenario ominoso que se cierne sobre la Amazonía, y en ellos y en los ecosistemas acuáticos asociados descansa en buena medida su seguridad alimentaria, su salud y su economía. Y en ellos está su mejor oportunidad de desarrollo a futuro, gracias al gran crecimiento de la bioeconomía y el gran potencial que tienen los bienes y servicios ecosistémicos que brindan los bosques. No en sus suelos, extremadamente pobres y ácidos, como han demostrado los miles de proyectos agropecuarios fracasados en toda la Amazonía peruana.
A los que llaman alarmistas a los que vaticinan un futuro muy difícil para la Amazonía si se siguen talando los bosques al ritmo actual, debemos recordarles que diversos estudios científicos establecen que el clima amazónico, y como consecuencia la viabilidad y funcionalidad de sus bosques, humedales y otros ecosistemas, depende de que no se supere el umbral (“tipping point”) de deforestación en la Amazonía continental, al que nos estamos acercando peligrosamente, y que los expertos establecen entre un 20 y un 25 % (de pérdida de bosques). Actualmente se calcula que la Amazonía ya ha perdido un 17 % del bosque original, a lo que hay que sumar una enorme cantidad de bosques degradados por la tala selectiva y los incendios forestales, esto último especialmente en el sur de la Amazonía y en algunas zonas de la selva alta. Si ese umbral se supera, los expertos vaticinan un colapso de la maravillosa bomba climática que mantiene el clima húmedo en la cuenca amazónica, con una reducción tal de las lluvias que donde actualmente hay bosques se establecería una sábana estacional.
Pero no hay que esperar a ese día para apreciar los impactos negativos del cambio climático agravados por la deforestación, como ya estamos comprobando en estos días. Las sequías extremas no solo afectan a la gente, sino a la biodiversidad acuática, y especialmente a los peces, cuyas poblaciones colapsan cuando hay vaciantes agudas y prolongadas, afectando de paso la seguridad alimentaria de la población.
Los extremos climáticos no se reducen a las sequías. El cambio de las estaciones, los friajes cada vez más frecuentes y extremos (tanto en la Amazonía como en los Andes), y las inundaciones extremas también afectan a la biodiversidad y a la población rural. Los friajes, por ejemplo, han provocado este año la caída de un gran porcentaje de los frutos de los aguajes que estaban madurando en estos meses pasados en Loreto. Este fenómeno, que era sumamente raro en el pasado, está ocurriendo cada vez más frecuentemente. Esto afecta no solo a los asiduos consumidores del sabroso fruto (entre los que me cuento), sino a la fauna silvestre que se alimenta de este maravilloso fruto; y, por tanto, también a las poblaciones humanas que usan esa fauna para su subsistencia.