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Una lumbrera contamanina

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Por: Julio Heredia
Poeta y Periodista peruano radicado en Francia
Ganador del premio nacional José Gálvez Barrenechea con el poemario “El libro de los instintos”

Encontrar a Eduardo del Aguila Bardales fue para mí un hecho providencial, de aquellos que solemos atribuir al azar pero que, sin embargo, adquieren una importancia trascendental en nuestra experiencia de vida. Y es hoy, mientras hago la ruta entre los Pirineos y el mar Mediterráneo, al sur de Francia (durante un envidiable otoño soleado) que recuerdo aquella vez, a media mañana, en el otro extremo del mundo, en una tórrida Pucallpa, en que don Eduardo había llegado hasta las puertas de una de las más legendarias radioemisoras de la ciudad —muy recientemente convertida también en televisora— a buscarme.
¿Cómo así? ¿Por qué? Ese señor que peinaba elegantes canas en medio de las selvas, hasta ese momento desconocido para mí, me informó que ya había pasado el día anterior y que había dejado su tarjeta y un recado para que yo pudiera llamarlo cuando estuviera disponible. Obviamente, como mis programas eran entre las 6 y las 8 de la mañana, tanto en la radio como en el canal de TV, todavía no se me había transmitido el mensaje. Era muy temprano. Pero acepté de inmediato su invitación a tomar un desayuno en uno de los simpáticos cafés de la Plaza de Armas de Pucallpa.
Desde ya, estaba yo muy halagado de que hubiera estado siguiendo las emisiones que yo conducía y que le hubieran sorprendido gratamente tanto mi estilo como mi lenguaje, tan diferentes a los practicados generalmente por los periodistas y comunicadores de esa región exuberante de nuestro país. La cosa es que sostuvimos una muy estimulante tertulia mañanera, descubriendo ambos que teníamos muchas convicciones y aficiones en común: literarias, filosóficas y espirituales. Yo nunca había tenido militancia política pero al identificarme con la socialdemocracia y tener simpatía por el socialcristianismo, estaba obviamente cercano al aprismo militante de Eduardo. Por lo demás, yo había conocido de niño a Haya de la Torre y en 2006 le había hecho una extensa entrevista al presidente Alan García.
La cosa es que nació allí una sólida amistad. El tres veces alcalde de Contamana, algunas semanas después, me invitó a presentar un libro mío de poesía en esa mítica ciudad donde yo nunca había estado pero que permanecía en mi imaginario desde hacía muchísimo tiempo gracias al hermoso valse interpretado por mi amiga Tania Libertad, “La contamanina”. Haber llegado a la capital de la loretana provincia de Ucayali, fue para mí un hito emocional sin parangón estando ya a “la mitad del camino de mi vida”. Era, efectivamente, el Ucayali, en su serpentear, que me había llevado hasta allí…. aunque hubiera sido en una avioneta de Saeta.
Meses después, en aquel año 2015, cuando además ya eran económicamente inviables mis entrañables programas de radio y TV en Pucallpa, acepté la propuesta de don Eduardo del Águila Bardales, para ir a Contamana y hacerme cargo de los programas periodísticos de su emisora Studio A. Aunque mi biografía haya sido hasta ahora muy extrema y accidentada, habiendo salido del Perú muy jovencito aún pero luego de pasar por grandes medios de comunicación de Lima, como la revista Caretas, los diario El Observador y Expreso, algunas radios y el naciente canal ATV, y haya luego trabajado en China, en Senegal, en Nueva York o en San José de Costa Rica, puedo afirmar con sinceridad que esos largos meses que pasé en esa suerte de palomar gigante de la calle Buenaventura Márquez, donde quedaban las cabinas de radio Studio A, fueron con seguridad los más excitantes, interpelantes y aleccionadores de mi vida.
Todos los días, luego de la revista matinal, conversaba con Eduardo sobre la realidad peruana, sobre el devenir del mundo, sobre poesía, sobre literatura francesa, sobre culturas shipiba y awajún, sobre la gastronomía amazónica y sobre mil temas que sólo se podían abordar con él en esa gigantesca Selva del Perú, lejana y de exploración inconclusa, cuya panorámica pude sobrevolar yo gracias a él convirtiéndome desde entonces en un limeño “desasnado” en relación a ese Oriente de verdura descomunal donde, según creen muchos todavía, “no hay estrellas”.
Cuando supe de la muerte dramática de Eduardo percibí a lo lejos a Contamana desfigurada. Sentí que ya nada sería igual en aquella baranda que me permitió asomar cada hora vespertina al Ucayali, al lugar más profundo de mi país natal, al agua que llevaba la tierra nuestra, a la cual, ahora, no me atrevería a volver. Pero luego de leer el libro en su homenaje que ha compilado su devoto hijo, mi colega Gino del Águila Valera, sé que en algún momento deberé volver allí, a Contamana, para depositar una rama de acacia sobre la tumba viva del “Negrito de oro”.

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