Tierra Buena

Por: José Álvarez Alonso

Un año más, y por unos luminosos días, he tenido ocasión de labrar con mis manos un pedazo del huerto en el terruño de mis antepasados. Luego de los rigores del invierno de las montañas de León donde pasé mi infancia, tomates, lechugas, cebollas, pimientos y otras verduras y frutas crecían rozagantes en la tierra generosa sembrada por mi hermano. Los recuerdos se agolpan y el corazón me palpita recordando tantos momentos gratos, tantas imágenes, olores, sabores, sonidos, asociados con mi infancia y con este huerto, que trabajó con mimo mi padre, y antes que él su padre, su abuelo… hasta quizás más de mil años atrás, cuando este valle de aluvión del río Omaña fue nivelado y transformado en una fértil campiña, irrigada con tecnologías moriscas adoptadas por los pastores astures de la zona.
La tierra, palpitante de vida, late cada año con los rayos del sol y las lluvias de la primavera, que reviven del letargo invernal a los mil organismos que habitan en su seno. Este complejo de vida es el que permite que las plantas crezcan y fructifiquen con abundancia y calidad, sin pesticidas ni otros agroquímicos. Y la tierra responde con generosidad: los sabores, aromas y texturas de frutas y verduras son inigualables. Las aves, topos, avispas y otros animalitos contribuyen a controlar las plagas, casi ausentes en un ecosistema sano y equilibrado.
Veo en un libro sobre hongos una escena bien ilustrativa, tomada de una granja inglesa: unos cerdos hozan en busca de gusanos, setas y bulbos. Han levantado por completo el suelo del antiguo camino que conduce a la granja, pero han dejado intactos los campos a ambos costados, también cubiertos de hierba. ¿Por qué? Porque están muertos, luego de años de monocultivos, de una agricultura industrial que prioriza el volumen por área a costa de agroquímicos y maquinarias sofisticadas, y termina esquilmando la tierra.
La negra tierra de la chacra de mi familia, labrada por manos encallecidas y primorosas, regadas por el sudor de frentes tostadas por mil soles, fertilizada y trabajada gracias al abono y la fuerza de mansas vacas, asnos y caballos, proveyó sustento a decenas de generaciones, y podría contar mil historias. De cuando en cuando aparecen entre sus guijarros pulidos por el golpe del arado o la azada una herradura desgastada o un fragmento de cerámica, quizás un cántaro que transportó siglos atrás agua fresca para los labriegos, o quizás una escudilla en la que reconfortaron sus fuerzas con un guiso de legumbres cosechadas en el sitio.
Hoy las tierras de este y otros valles cercanos están en su mayor parte sembrada de árboles de rápido crecimiento, destinados para fabricar pasta de papel, y su sistema milenario de canales labrados en la tierra fue eliminado, con toda su fauna y flora asociada, y sustituido por una red de canales de concreto. Solo algunos nostálgicos siguen cultivando por devoción algunos pequeños huertos. Para ellos (y para mí) es un acto casi sagrado, una actividad que va más allá de conseguir verduras, legumbres y frutas de temporada: es un rito que nos conecta con la tierra y con nuestros ancestros, que nos vincula con las fuerzas telúricas que hicieron posible el desarrollo de la cultura y la civilización humanas.
La oportunidad de sembrar, regar, cultivar y cosechar algunos de nuestros alimentos es un privilegio que todavía disfrutan algunas familias campesinas (cada vez menos), y que está siendo retomado por muchas familias citadinas en países desarrollados. No solo recurren a alternativas como los jardines en terrazas, balcones y azoteas: en el entorno de muchas ciudades, hay alcaldes y empresas privadas que ofrecen pequeños espacios para que las personas (especialmente jubilados) puedan sembrar sus huertos y cosechar algunas verduras y legumbres.
En las selvas de cemento citadinas, cada vez más alejadas de la naturaleza, cobra más relevancia el retorno a estas prácticas ancestrales del cultivo de plantas y la crianza de animales, enraizadas en nuestra memoria genética desde el origen de los tiempos. Para quienes en nuestra infancia disfrutamos de un ambiente campestre, la experiencia de ver germinar, crecer y fructificar una planta que nos va a alimentar es un privilegio, es una experiencia entrañable y casi mágica, que se corona con el placer de compartir en la mesa, con parientes y amigos, los frutos de las propias manos.
De vuelta en Lima observo esos pocos pedazos de tierra que aparecen en algunos parques o veredas, donde cuando excavan aparece una tierra negra producto de la labranza de siglos. Me imagino también los cientos de generaciones de campesinos que moldearon el paisaje primero (nivelando, sacando las piedras, construyendo el sistema de canales para irrigación, como el llamado ‘Río Surco’ y otros), y labraron estas tierras para alimentar a sus familias. Hoy cubiertas en su mayor parte por asfalto y cemento, estas tierras benditas también podrían contar mil historias. Los antiguos peruanos (y todavía ahora, los campesinos andinos) sentían un amor reverencial por la tierra, por la Pachamama, y hoy se sentirían escandalizados de ver en qué terminaron los terruños que labraron con esmero y los alimentaron por generaciones.
Sueño con poder retirarme un día del ajetreo urbano a una pequeña chacra, para vivir el sueño de poetas como Horacio y Virgilio, resucitadas sus églogas un milenio y medio después por Fray Luis de León: «Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida senda por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido (…) Del monte en la ladera, por mi mano plantado tengo un huerto, que con la primavera de bella flor cubierto / ya muestra en esperanza el fruto cierto.»