Por: José Álvarez Alonso
«Papá, ¿es posible que un día yo haya leído todas las novelas interesantes del mundo y no tenga qué leer y me aburra?», preguntó preocupado hace unos días mi hijo de diez años. «Por supuesto que no», le tranquilicé. «Hay miles, decenas de miles de novelas y otros libros interesantes, y cada día se escriben decenas de libros nuevos, así que no te preocupes, nunca te vas a aburrir». «Entonces voy a terminar Harry Potter de una vez, que no puedo contenerme», contestó mientras corría, más bien galopaba, hacia su cuarto en busca del preciado libro. Mientras escribo estas líneas (transcritas textualmente de la conversación) mi hijo sigue devorando su tomo de Potter, y se ha olvidado temporalmente de sus juegos electrónicos y sus programas de televisión, auténtica droga de los niños de su edad, como se sabe; qué maravilla.
Apenas un año atrás, Sebastián se decía orgulloso miembro del Club «Odio los libros», al que según su versión, pertenecía la mitad de los niños de su colegio; para ingresar al club, los niños pasaban una curiosa prueba que consistía en simular el «asesinato de un libro». Hoy Sebastián adora los libros. Tanto es así que en varias oportunidades observé que dejaba el libro que estaba leyendo y me comentaba que no quería leer más ese día «porque no quería que se acabase», como si de un dulce se tratase. Recién reanudaba la lectura cuando yo le convencía que quedaban varios tomos más, y que había otros muchos libros que yo le iba a comprar igual o más interesantes.
Cuando yo era niño todavía no habían llegado, pienso que felizmente, ni los juegos electrónicos y de computadora, y la TV era todavía en blanco y negro, incipiente y bastante aburrida, así que mi primera ventana al mundo fueron los libros, desde los ocho años en adelante. Devoré con fruición y pasión cualquier cosa que cayó en mis manos, desde la Araucana de Ercilla hasta el poema épico Ramayana, aburridísimo por cierto. Mi madre me tenía que reñir a veces para que dejase de leer y saliese a la calle a jugar con mis amigos. Recuerdo que el sello de la editorial de algunos de los libros que leí en esa época (creo que Espasa Calpe) era una dama griega sentada leyendo un libro con una nutrida biblioteca como fondo. Esa estampa era para mí, en esos dorados años de la segunda infancia, la imagen del paraíso, un mundo rodeado de libros, es decir, ventanas abiertas a un mundo inexplorado, misterioso y fascinante… Luego aprendí que Jorge Luis Borges pensaba lo mismo que yo cuando niño: «Siempre imaginé que el Paraíso sería algún tipo de biblioteca.»
Algunos amigos se asombran cuando yo les digo que a los 14 años había leído unos 250 libros (mis educadores me enseñaron a anotar todos los títulos que iba leyendo). A su tierna edad mi hijo ya ha leído más de 200 libros, algunos de ellos dos o tres veces (por ejemplo, la colección de Jerónimo Stilton, que le fascina). ¿Cuántos habrá leído mi hijo cuando llegue a los 14, y qué efecto tendrá esto en su tierna mente? En unos años lo sabré. Sin embargo, en este mundo dominado por la televisión y las computadoras, parece que la lectura sigue siendo placer de un grupo minoritario: según me cuenta Sebastián, sólo dos niños en su salón del colegio dicen que leen libros y gustan de ver documentales en TV. Y no hay que olvidar lo que escribió Steinbeck: «Por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública, puede medirse la cultura de un pueblo».
Hombres de un solo libro
Hace unas semanas, y a los 89 años, murió el reconocido literato, académico y periodista Luis Jaime Cisneros. Escribió: «Sólo a través de la lectura el ser humano se libera, se humaniza, es capaz de reflexionar y descubrir… Sociedad que no lee es una masa inerte de huesos a la intemperie. Gracias a la lectura somos personas.» César Hildrebrandt diría, con una de sus crasas expresiones, que quien no lee tiene «intestinos en su cerebro»… Ciertamente, a una persona se la puede caracterizar por los libros que lee. La pregunta ¿qué libro estás leyendo? puede revelar más del ser de una persona que más de un test de personalidad.
«Timeo hominem unius libri» (temo al hombre de un solo libro) decían el sabio Tomás de Aquino, ilustrando la cortedad de vista, de ideas, de quien resume su visión a una sola idea o a un puñado de ideas de un solo autor. Por aquí tenemos algunos que no han leído ni siquiera un libro. Se dice que Bush, considerado por muchos el peor presidente de la historia de EE.UU., no había leído en su vida más que un libro completo. Quizás exagerasen sus críticos, pero lo que sí se sabe es que no leía casi nada, y las consecuencias de su ignorancia (y probablemente de muchos de sus asesores) las estará pagando el Planeta por décadas…
Lo que es claro es que quienes leen más -salvo excepciones, que de todo hay en la viña del Señor- suelen ser más tolerantes, progresistas, sensibles, respetuosos de los demás y con la ley; la falta de lectura, con su hija la ignorancia, en cambio, son abuela y madre de muchos vicios y lacras sociales, incluyendo la intolerancia y el fanatismo, los que a su vez son progenitores de la violencia. La lectura (de lo que sea, siempre digo cuando me preguntan) es uno de los mejores instrumentos para la educación. Cuando algunos me dicen que tengo el privilegio de la facilidad de palabra y de la escritura, les digo: Porque he leído mucho. Decía el gran filósofo Francis Bacon: «La lectura hace al hombre completo; la conversación, ágil, y el escribir, preciso». Cuando los jóvenes con los que interactúo en algunos proyectos me piden algún consejo les doy solamente tres: el primero es «lee»; el segundo: «lee»; y el tercero, «lee, c.»
No pretendo desmerecer aquí, ni mucho menos, a las personas analfabetas, o a miembros de comunidades rurales, estos últimos con acceso a otras fuentes de información, incluyendo la tradición oral y el contacto constante con la naturaleza, que suplen hasta cierto punto la lectura. Entre ellos encontramos a veces a auténticos sabios, que superan en sabiduría a algunos buenos lectores, por cierto. Sin embargo, no podemos negar que los libros permiten al hombre extender sus experiencias vitales casi ad infinitum, y vivir varias vidas a través de las vivencias, reflexiones e ideas transmitidas a través de la letra impresa. Decía Emily Dickinson: «Para viajar lejos, no hay mejor nave que un libro.»