Donde sea que usted se encuentre, en su casa, en su oficina, en un bar, caminando por la calle, en una farmacia, en una tienda, navegando por el río o escondido debajo de su cama, algún forajido le encontrará para asaltarle, para llevarse todo, cosas, joyas y dinero.
La delincuencia ha tomado la delantera a la policía, burlándose de la inteligencia policial y de lo que se supone, los agentes del orden, han aprendido para apresar a tanto desalmado que anda suelto.
Los dos últimos hechos delictivos que se publican en esta edición, nos dicen de lo mal que estamos en materia de seguridad ciudadana, sin ninguna protección, lejos de aquellos tiempos en que la puerta de la casa estaba asegurada con una banca a la espera de la llegada de un miembro de la familia que por su trabajo llegaba al hogar en horas avanzadas de la madrugada y que nadie osaba transponer el umbral de la vivienda.
Los malhechores nos tienen agarrados hasta de la sombra. Ya no esperan la oscuridad de la noche. A plena luz del día, en los mercados, los arranchadores hacen de las suyas y si la policía logra detenerlos es solo por un momento, porque el monto de lo robado no amerita mandarlos a la cárcel por un buen tiempo.
Y, por otro lado, si el robo es de grandes proporciones, los delincuentes que cometen sus fechorías a punta de bala, se esconden y después de pasados los días, recién alguien pasa un dato que permite su captura, para de ahí, con ayuda de su defensa, alcanzar un castigo momentáneo.
El pueblo está totalmente descontento, próximo a tomar la justicia por sus manos, lo que en un Estado de Derecho, no es lo más indicado, por lo que pide que las penas para esos delitos a los que está propenso a sufrir, sean las más drásticas posibles.
Seguridad, hoy, no es más que una palabra que existe, sí, pero en el diccionario.