Cientos de millones de personas se sumaron recientemente, en las ciudades más importantes del Mundo, a dos eventos relacionados con la salud de nuestra casa común: la Hora del Planeta, y el Día de la Tierra. El primero, iniciativa de WWF (Fondo Mundial para la Vida Silvestre), logró que decenas de millones apagaran sus luces para concienciar a la humanidad sobre la necesidad de adoptar medidas frente al cambio climático, en este caso, para ahorrar energía. La idea surgió originalmente en Australia en el 2007, y año tras año ha conseguido sumar adherentes, hasta más de 150 países en la actualidad, y millones de hogares. Muy buena iniciativa.
Para el Día de la Tierra, celebrado el pasado 22 de abril, se calcula que cerca de mil millones de personas de unos 190 países se movilizaron con diferentes actividades para sensibilizar a la humanidad sobre los problemas ambientales y de sostenibilidad que afectan a nuestra casa común. Cabe aclarar que ambas iniciativas han nacido y son impulsadas desde los países ricos, es decir, los que más responsabilidad tienen en el estado calamitoso de las cuentas ambientales planetarias, incluido el problema de los gases efecto invernadero (que están enfrentando al mundo con la peor amenaza de la historia reciente), la contaminación de los ríos y los mares, y el derroche de recursos no renovables. Viendo el lado positivo, ambas iniciativas han contribuido, sin duda, a elevar la conciencia ambiental de la humanidad, lo que ha permitido el avance sin precedentes de normativas e instrumentos ambientales en la mayoría de los países del mundo.
Una pregunta que, sin embargo, se hacen muchos es: ¿Basta con apagar la luz unas horas, andar un día en bicicleta, tener un pequeño jardín o huerto en la azotea, cerrar el caño cuando nos lavamos los dientes o usar papel reciclado de cuando en cuando para salvar el planeta? La pregunta viene a cuento porque a muchos les llama la atención que algunos (¿bastantes?) de los que patrocinan la Hora del Planeta y el Día de la Tierra no se caracterizan por tener una huella ecológica particularmente sostenible.
Cabe aclarar que la huella ecológica es un indicador del impacto del hombre sobre la Tierra. Representa, en hectáreas, el área de tierra o agua ecológicamente productivos (cultivos, pastos, bosques o ecosistemas acuáticos), e idealmente también el volumen de aire, necesarios para generar recursos y para además absorber los desechos producidos por cada persona o cada población determinada de acuerdo a su modo de vida.
El déficit de recursos en el Planeta se calcula que anda por el 30 %: este es el porcentaje en el que la demanda de recursos de la Humanidad ha superado la capacidad de aprovisionamiento de la Tierra. Actualmente la humanidad utiliza el equivalentes a 1.5 planetas entre los recursos que consume y los desechos que produce. Si seguimos así, a mediados del año 2030 la Humanidad necesitará dos planetas en 2030 para mantener su nivel de consumo. Algunos países tienen, por supuesto, una huella ecológica mayor que otros. El nuestro está más o menos «equilibrado» en términos de huella ecológica, por la inmensidad de nuestra Amazonía y la gran masa de población rural amazónica y andina que todavía tiene niveles muy bajos de consumo.
Se ha estimado en 1,8 hectáreas la biocapacidad del planeta por cada habitante, en términos globales. Con los datos de 2005, el consumo medio por habitante y año es de 2,7 ha, es decir, estamos consumiendo más recursos y generando más desechos de los que el planeta puede generar y absorber. Pero no en todos los lugares es igual: Los Emiratos Árabes Unidos están a la cabeza de los países en huella ecológica, con 9.5 ha por habitante, seguido por EE. UU., con 9.4 ha. Los países europeos están entre las 5 y 8 ha, mientras que nuestro país está en 1.4 ha, lo que quiere decir que estamos cerca de lo que se considera el umbral de la sostenibilidad.
Pero esos son promedios: un habitante de San Isidro o Las Casuarinas, con una casa de 300 o 400 m², dos camionetas 4×4, casa o apartamento de playa y otras gollerías, amén de viajes al exterior, probablemente esté al nivel de un estadounidense, que necesita entre 9 y 10 ha por persona. Esto contrasta con lo que requiere un amazónico o un andino: menos de media hectárea por cabeza. Así que en términos ecológicos, los habitantes de las ciudades viven a expensas del ahorro de la gente del campo. Esto debería ser reconocido, cuanto menos, y compensado, cuanto más.
En todo caso, la pregunta que muchos nos hacemos (y que los de mayor nivel de consumo se deberían hacer) es: ¿Por qué vivir en una casa de 400 m² cuando se puede vivir en un apartamento de 120 m²? (Cabe recordar que mucha gente en Perú y otros países vive en casas de menos de 70 m², y muchos, muchos, en chozas y casas de esteras sin servicios básicos…) ¿Por qué usar una Grand Cherokee o una Hummer cuando con un Yaris o un Kia Rio puedes movilizarte igual? Al fin, se trata de ir al trabajo, al supermercado o al gimnasio, no se trata de ir por caminos rurales (para eso fueron diseñados los SUV, o Suburban Utility Vehicles, por si acaso, no para andar por la ciudad).
Si los recursos del planeta son finitos y no dan para cubrir actualmente las necesidades de todos, es obvio que algunos están usando más de la cuenta. Así que si la ‘frazada’ del planeta no se puede estirar, es obvio que hay algunos que van a tener que reducir su nivel de consumo para poder satisfacer, cuanto menos, las necesidades básicas de los millones de personas que todavía están en extrema pobreza.
Pero si algunos (muchos) no están dispuestos a reducir el consumo, al menos les rogaríamos que no anden disimulando con gestos simbólicos de ahorro de unos gramos de papel o unos minutos de luz ¿no creen? Lo más paradójico es que la mayoría se dicen seguidores de Jesús de Nazaret, el hombre más austero y solidario que ha transitado por los polvorientos caminos de esta tierra…
Para finalizar, ¿sabían que cada año mueren en el mundo 1 millón de personas de hambre, 3 millones de obesidad y 5 millones por sedentarismo? Paradojas de un Planeta en crisis…