Fernando Herman Moberg Tobies
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Rosita iba en la proa del bote, oscurecía y surcaban intentando ganar a la noche, iban en busca de una partera que ayudase a nacer a su última hermana, su madre embarazada miraba las nubes reflejadas en el caudaloso río Amazonas, su padre preocupado dirigía cautelosamente el peque peque para no chocar con algún palo, Zarela y Alejo los acompañan y alumbraban con linternas la ruta por donde iban. Rosita intenta adivinar en cuál de las luces lejanas podría haber una señora que también atendiese, más cerca del puesto adonde iban. La luna se impuso rápidamente en el firmamento, más de la mitad de su esplendor se podía apreciar, la claridad bendecía la ocasión, los quejidos de su madre se unían al sonido del agua, del motor y de los grillos.
«Germán, da la vuelta hijo, Rosita se ha caído, Germán, detén el bote, da la vuelta, tu hija se ha caído», su madre gritaba, lo que ni podía permanecer de pie, se levantó de un solo salto, corrió hasta la proa intentado buscar a su hija, quería lanzarse, Zarela y Alejo ya la habían visualizado, alumbraban con las linternas a Rosita que nadaba como un perrito feliz sonriendo a la adversidad de la vida; desde ya demostraba que sería una luchadora, una gran mujer.
El movimiento de la mecedora la lleva al pasado y mas pasado, ya las canas han llegado a su cabello, ya comprendió que con el tiempo se aprende pero ya no se vuelve a la misma escena; recuerda a su madre, las lecciones y la fortaleza que heredó de una mujer amante de la selva, suspira pensando en lo que a veces se tiene que callar para no afectar a los que uno ama, suspira nostálgica de los silencios que no se demuestran a los hijos para protegerlos, cuántos habrá callado su madre por ella; la mecedora la regresa a lo que ya no está más que en sus emociones estancadas, ya tiene arrugas, la vida ha sido brava como toda selva misteriosa, las tempestades fueron superadas, Rosita ya sintió el cansancio de correr y hasta de caminar, se aprendieron las lecciones, pero no se borraron los anhelos madurados por consuelo.
Rosita corre desconcertada, sus manos están lastimadas, pero sigue cargando los baldes con agua, su casa se incendia, el sacrificio de sus padres se consumen en las llamas, corre con la esperanza de que sus baldes ayuden a desaparecer el fuego. Todos los pobladores de la Isla del Tigre acarrean agua del río para ayudar a apagarlo, los niños lloran, las madres ayudan entre lágrimas a cargar algunas cosas que se pueden salvar, la familia de Rosita está sin aliento, la bodega, el almacén con la comida de los animales, sus ropas, lo que construyeron en cinco años en unas horas ya no estará.
«Tranquila Rosita, no nos vamos a morir hijita, no tienes por qué seguir llorando, tu hermanita está bien, todos estamos bien, lo material se vuelve a conseguir, de eso no te preocupes, lo importante es que todos estamos sanos, esas manitos hay que curarlas, y deja de estar preocupándote por cosas que yo y tu papá sabemos cómo hacerlo». «Germán, hijo, qué va a ser de nosotros ahora, hemos perdido todo, cómo vamos a hacer, me siento muy mal, siento algo bien profundo en mi pecho como una presión, no sé cómo explicar, ay, Germán ¿qué vamos a hacer?» sus padres se abrazan mientras Rosita escondida escuchó lo que conversaban.
«Hijos, es momento de partir, tenemos que volver a la ciudad, es hora de que reciban mejor educación para que tengan mejores oportunidades, el mundo está cambiando, todo será más difícil; así que vamos a despedirnos de cada uno de los vecinos que nos han tratado tan bien desde que hemos llegado, desde que han nacidos todos ustedes, sé que será triste al principio, pero tenemos que seguir hijos, su padre ya pidió su cambio a Iquitos». La isla del Tigre lloró su partida, el pueblo entero en la orilla del río sufría por la decisión de la familia que se conformó en su tierra, llegó un guardia joven con su esposa embarazada y se partieron seis niños y dos padres sin manual para hacerlo más fácil.
Rosita busca unas monedas en el cuarto de su madre y no encuentra nada, vinieron a avisar que su abuelita está enferma en el hospital, no tiene cómo ir, agarra la moto, hace cada uno de los pasos que veía que hacía su padre y acelera; llega, la encuentra dormida en una camilla, se sienta a esperar que despierte sin imaginarse lo que estaba sucediendo. Su madre había llegado a casa y al no ver la moto y a su hija, fue a buscar a su esposo en la comisaría para pedirle que la busquen, mientras su padre lo hacía en la casa de algunas de sus compañeras del colegio, la madre andaba por la morgue y hospitales, deseando encontrar viva o muerta a su hija.
«Estoy embarazada mamá, gracias por haberme querido tanto, ahora me toca a mí». Terminó la secundaria, su primera carrera y se casó, empezó a sentir ciertos cambios en sus emociones y pensamientos que a lo largo del tiempo, mientras nacían sus demás hijos, iba aprendiendo algo que jamás su madre le había comentado o mostrado, comprendió el abnegado papel de ser madre, una máscara de felicidad eterna, un escudo de soporte contra cosas hasta injustas y una mochila que carga piedras que ni le pertenecen.
«Vamos hijos suban al árbol, ustedes pueden, sube hijita no tengas miedo, agarra bien las ramas y ubica bien tu pie, vamos sube hijo, yo desde chiquita me trepaba a los árboles en la Isla del Tigre. Cuando algo me afligía, subía hasta la punta del árbol y comía mamey o mango, y me gustaba mirar el cielo». El árbol en el que enseñó a trepar a sus hijos ya no está, sus hijos a quienes dio su amor ya no están en el país, la casa en donde empezó la aventura de formar una familia ha cambiado tanto como su piel que ya no es tan blanda; su compañero sentado a su costado, le coge la mano y se mueven en la soledad del espacio que sobra, habitaciones que quedaron sin las personas que motivaron la agotadora lucha victoriosa que acabó en ver felices a sus hijos.
Rosita mira a su esposo y le sonríe, él también ya está viejo, ahora solos, soportaron los conflictos existenciales, tal vez ellos no acabaron como querían, tal vez no cumplieron todo lo que se propusieron, pero lo que ellos más quisieron, sus hijos, están donde ellos alguna vez soñaron y no pudieron alcanzar. Su esposo le aprieta la mano, con el pasar de los años han aprendido a leerse las miradas, a sentir el alma de cada uno, sabe que él también los extraña, sabe que él también anda pensando que ya el tiempo pasa, que envejecen, que se vuelve cíclico, sus padres ya no están que a veces aparecen y aún duele no poder verlos, y en algún momento ellos también serán sólo recuerdos para sus hijos.
«Vamos madre, es momento de que se vengan a vivir con nosotros, alquilen o vendan lo que tienen acá y vamos, si no quieren vivir con nosotros les compramos una casa, pero al menos estaremos cerca» «No hijo, ustedes han tomado su decisión y nosotros la respetamos, ustedes también tienen que respetar la nuestra, tu padre ni yo hablamos inglés, no sabemos manejar carro y nos gusta andar en nuestra moto, nos gusta vivir acá, comer mi aguaje, me gusta el calor, la lluvia, ir de paseo por el río, eso es lo que a mí me gusta y a tu papá también, nosotros somos felices si ustedes son felices donde quieran estar, solo hagan siempre las cosas bien, pensando siempre en sus padres, así que hijo, acá nacimos y acá moriremos, en la tierra de mis padres, en la tierra donde ustedes nacieron y crecieron, el lugar donde conocí a tu padre, y ahora les toca a ustedes conquistar el mundo»
Rosita se seca las lágrimas, su esposo se levanta, le pide que haga lo mismo, la abraza y se ponen a bailar, le agradece por todo lo que han compartido, por los errores y los aciertos, por la paciencia y la rectitud, la besa cómo cuando la conoció, como cuando la siguió hasta Lima para regresarla y hacerla su mujer, la besa como cuando aún no tenía marcas de la vejez que se avecina, la besa como cuando aún la vida no les había enseñado el valor de sus fortalezas.