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No siempre tenemos que ser fuertes

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  • Por: psicóloga, Mirna Rosana Belo Vargas.

Cuando estás pasando por momentos no amigables, te pones a pensar en una serie de eventos que generan mayor incertidumbre. Sucede que, en esos momentos, aparecen personas que te dicen: “Cálmate, todo estará bien”, “Eres fuerte”, “Eres inteligente”, “No tengas miedo”, “Tú siempre has podido con todo”, “No llores, no vale la pena”, “Mañana será mucho mejor”, “Yo confío en ti”; y, en el peor de los casos: “No seas cobarde, levántate; nunca te vi así, no me decepciones”.
Pero también existen momentos en los que no deseas ser fuerte, ni evitar llorar o sentir que puedes con todo. A veces quieres sentirte vulnerable, llorar, frustrarte o sentir que tu capacidad de resiliencia se agotó. Y es válido sentir esas emociones, porque también forman parte de nuestra personalidad y de nuestro mundo interno. La sociedad, nuestros padres o amigos suelen animarnos a ser resistentes, pero ¿quién nos enseña realmente a sentirnos tristes? Por lo general, nadie.
Aceptar y validar nuestros sentimientos y emociones no agradables debe ser parte de nuestro crecimiento, porque también aprendemos de ellos. No siempre aprenderemos de las cosas positivas que nos suceden. Y en esos momentos, lo que deseas no es un consejo, sino una compañía segura en la que puedas exponerte y mostrarte vulnerable sin que esa persona te critique, te etiquete o te califique, y sin que sientas miedo de mostrar tu lado frágil.
En esos instantes se necesita un abrazo en silencio, alguien que esté a tu lado respetando la catarsis que atraviesas. A veces, solo eso basta para sentir que no estás sola y que cuentas con alguien más, aparte de ti. La sociedad moderna —por no llamarla una sociedad sin empatía— difícilmente entiende esto; pero tampoco esperemos que lo haga, porque hoy la presencia de la violencia virtual se ha vuelto moda y se ha normalizado, siendo muy fácil criticar desde una pantalla.
Sin embargo, permitirnos sentir no significa quedarnos atrapados en el dolor, sino reconocerlo para poder comprender qué nos quiere decir. Cada emoción cumple una función, incluso aquellas que nos incomodan o asustan. La tristeza puede invitarnos a detenernos, a escucharnos, a sanar. El miedo puede advertirnos de algo que debemos revisar. La frustración puede señalarnos que necesitamos cambiar de ruta o ajustar expectativas. Nada de esto sería posible si nos obligamos a aparentar fortaleza permanente.
Además, mostrarnos vulnerables también es una forma de valentía. Implica aceptar que no podemos con todo y que, a veces, necesitamos apoyo. Vivimos en un mundo que idolatra la autosuficiencia y la productividad constante, donde pedir ayuda se malinterpreta como debilidad. Pero abrirse, expresar lo que nos duele y buscar sostén en otros requiere un coraje que pocas veces se reconoce. La vulnerabilidad nos humaniza y nos conecta con quienes realmente se preocupan por nosotros.
También es importante recordar que cada persona lleva su propio ritmo emocional. No todos procesamos las dificultades de la misma manera ni en el mismo tiempo. Compararnos con otros o presionarnos para “superar” rápido aquello que nos lastima solo aumenta la carga emocional. Respetar nuestros tiempos internos es un acto de amor propio. A veces necesitaremos días, semanas o incluso meses para recuperarnos, y eso no nos hace menos capaces ni menos dignos.
Al mismo tiempo, es fundamental construir entornos donde las emociones puedan expresarse sin juicios. Espacios donde llorar no cause vergüenza y donde la tristeza no se interprete como un fracaso personal. Crear estos entornos —entre amigos, familia, parejas o incluso en el trabajo— contribuye a que las personas se sientan más libres y seguras de ser quienes realmente son. La empatía no es solo acompañar; también es abrir un espacio para que el otro pueda respirar.
Finalmente, reconozcamos que no siempre tenemos que estar bien, y que está permitido derrumbarnos de vez en cuando. La vida no es una línea recta de fortaleza inquebrantable, sino un vaivén de emociones que nos enseñan, nos moldean y nos transforman. Abrazar nuestra vulnerabilidad no nos hace menos fuertes; al contrario, nos permite reconstruirnos desde un lugar más auténtico y consciente. A veces, ser fuerte empieza por aceptar que hoy no lo somos.

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