LA NAVIDAD DEL SILENCIO

Por: Edgar Valdivia Isuiza

A propósito de las fiestas pascuales en los pueblos  de la frontera amazónica.

Igaraparaná es un pequeño pueblo peruano que se encuentra ubicado a orillas del río Putumayo, en la frontera con el hermano país de Colombia. El nombre procede del río del mismo nombre ubicado a pocos Km del poblado, tributario del río Putumayo que desemboca en territorio colombiano.  Es uno de los pequeños poblados de los cientos que existen en 1679 Km. Longitudinales de frontera, donde la peruanidad es el mejor premio de sus casi olvidados habitantes.

Es 24 de diciembre de un año cualquiera, en la lejana localidad peruana, los 150 moradores que correspondían a 50 familias, poco o nada, daban importancia al jolgorio consumista que en otras latitudes ha trastocado el advenimiento de las fiestas pascuales de Navidad y la celebración del nuevo año.  La inagotable sonrisa de los niños contrastaba con el adusto ceño de los padres para enfrentar la dura jornada diaria que palie las necesidades vitales de la familia. No había juguetes, ni chocolatadas, ni panetones para el disfrute.

Igaraparaná parecía que se colgaba de otro mundo, donde los usufructos hedonísticos eran mínimos o simplemente no existían.

Al bajar los rayos solares, los niños corrían tras una negruzca pelota de caucho, blandían su alegría como la mejor arma ante el estoicismo que la vivencia les  mostraba.

Eran las 6 de la tarde,  el sol declinaba en el horizonte, las familias se congregaban en las balsas acoderadas a orillas del río Putumayo, la visita cotidiana marcaba la rutina  característica del cuidado de la higiene personal de los habitantes de Igaraparaná. Hombres y mujeres, niños, jóvenes y adultos se arremolinaban en las balsas construidas para atracaderos fluviales de botes y  canoas, además que cumplían un importante papel de lavanderías o era soporte de los bañistas de todos los días.

Los pescadores arriban de sus faenas de pesca. Las balsas mostraban un inusual colorido con la diversidad de pescados que asomaban de los envoltorios que yacían en las canoas de pesca y que los protegían de las inclemencias del sol amazónico. El entusiasmo de las familias por la buena cosecha de peces en los lagos y quebradas cercanas auguraba un excelente «chilicano» para recuperar las energías perdidas en la faena del día.

La noche empezaba a cubrir con su manto oscuro los casi silenciosos espacios del poblado, las avecillas dejaban de trinar para dar paso a sus consanguíneos de la noche. Las familias inician su retorno de las orillas del río hacia sus hogares que estaban construidos con hojas de palmeras. Los pescados habían sido previamente preparados en la balsa para que estén en condiciones para la cocción y el consumo del ansiado caldo revitalizante.

Victoriano y Emilia eran una de las parejas que moraban en Igaraparaná, 5 hijos, 3 varones y 2 mujeres eran el fruto del amor hogareño.

Hasta que llegó la hora de la cena. Eran las 7 de la noche, pocas horas antes de la Noche Buena, la familia de Victorino y Emilia, todos juntos en la mesa observaban el humeante «chilicano» que se servía que poco a poco empezaron a degustar, con un voraz apetito con la infaltable ración de plátanos sancochados. La bebida era una mazamorra también de plátanos, aunque sin leche, pero su agradable aroma le hacía apetecible.

Una opípara cena, que satisfizo el estómago de la familia Victorino. En coro los 5 hijos agradecían a sus padres por los alimentos consumidos. Uno a uno iban retirándose de la mesa. Pedrín, uno de los hijos hiperactivos de la familia,  lanzó una frase, decía que en la Escuela mucho se hablaba de la Navidad del Niño Jesús y que Papa Noel aparecía en las noches para dejar los regalos a los niños. ¿Nos dejara nuestros regalos?, preguntaba a sus padres. Victorino al no tener respuesta, sugirió que se trasladen a sus camas para esperar el ansiado milagro de la llegada del Papanoel con los soñados regalos de Navidad. Más pronto que rápido, los 5 hijos de la familia se acurrucaron en sus camas-camarote. El silencio envolvía la noche, que sólo se agitaba con el croar de los sapos o el silbido de algún pájaro nocturno.

Victorino y Emilia, pensativos y un poco apesadumbrados miraban la lejanía del horizonte que se envolvía en las brumas de la noche. Les preocupaba la mentira piadosa trasmitida como respuesta a sus 5 menores hijos, en el sentido de los regalos de Papanoel. El mayor de los niños contaba con 9 años y todos expresaban una inocencia a carta cabal.

Hasta que llego las 12.00 de la noche, casi todo el pueblo dormitaba, una que otra familia intentaba celebrar la Navidad a su manera. Mientras tanto, Victorino y Emilia se abrazaban mutuamente, inmutados, sin palabra alguna. Hasta que Emilia rompió el hielo y dijo «Feliz Navidad, aunque para nosotros la Navidad, era la Navidad del Silencio». Al margen de temas materiales valoraban el amor que se profesaban y el profundo afecto por sus retoños que, pese a las dificultades económicas que atravesaban, hacían todo el esfuerzo para sacarlos hacia adelante. Para ellos la mejor Navidad, era la Navidad de todos los días, con esperanza, trabajo y alegrías.

Victorino conjugando sus lágrimas y secando las que anegaban los ojos de su esposa, reflexionaba sobre el futuro, para que la Navidad no siempre sea para su familia una Navidad del Silencio, para que los sueños de Pedrín sobre los regalitos de Papa Noel no sucumban ante el vacío de la fantasía, para que al influjo y reflejo de los sentimientos se abran nuevas posibilidades  en el largo avatar de la vivencia de todos los días. En sí, Victorino y Emilia hicieron el juramento de no volver de nuevo a tener una Navidad del Silencio.