LA TARICAYA RESCATADA

Por: José Álvarez Alonso

La lancha había atracado en la comunidad de Huacachina, bajo Tigre. La gente se agolpaba en el puerto para ofrecer a los cansados viajeros frutas, pescado asado y otras delicadezas amazónicas. Un poblador ofrecía para la venta una hermosa taricaya, vivita pero no coleando, porque aparte de carecer de rabo estaba bien amarrada. Le pregunté por el precio; creo que me dijo algo así como 30 soles (estamos hablando de principios de los años 90).

Le pagué y le pedí que la desamarrase. Me la estaba alcanzando desde la orilla, pero le dije que la soltase en el agua. El hombre dudó un momento. Insistí: “es mi taricaya, suéltala, por favor”. La gente que se agolpaba en el puerto y en la cubierta de la lancha ya se había percatado de la sorprendente orden, y observaba curiosa. Finalmente, con obvia reluctancia, el hombre soltó al pobre animal, que pataleó un poco entre el barro de la orilla y se sumergió lentamente en las turbias aguas del río Tigre.

Se armó un tremendo griterío: “Chápenla, chápenla”, gritaban riendo de uno y otro lado. Varios muchachos se lanzaron al agua y bucearon, sin éxito, tratando de agarrar a la taricaya. Algunos pasajeros a mi lado comentaban sorprendidos del supuesto ‘desperdicio’, y de lo difícil que era en esos tiempos agarrar una taricaya. Yo les dije: “no es desperdicio, esta taricaya va a seguir poniendo huevos en las playas, y la gente se va a beneficiar. Si matamos a las últimas hembras que quedan (y quedan pocas) sus hijos no conocerán la taricaya”. Algunos asentían con la cabeza, y alguno comentó que si otros pensasen así todavía habría harta taricaya. Otros seguían hablando de la rica ‘sarapatera’ que se podría haber hecho con la taricaya.

Un par de años después, viajando de nuevo por el río Tigre, atracamos en el mismo puerto. En la lancha viajaba un comerciante que no era de las comunidades de la zona (cuyos habitantes me conocían bien). Habíamos conversado varias veces en los dos días que duraba entonces el viaje desde Iquitos hasta Huacachina. El comerciante entonces me dijo: “He oído contar que en este mismo puerto hace un tiempo un gringo loco compró una taricaya a un poblador….” Y me comenzó a narrar entonces, con multitud de detalles que se alejaban bastante de la realidad, una extraña historia que obviamente se refería al hecho que yo había protagonizado junto con mi ahijada la taricaya en ese mismo lugar.

Me reí un rato escuchándolo. Ya se pueden imaginar la mayúscula sorpresa del cuentacuentos cuando, acabada la historia, le comenté que el gringo ‘shegue’ de la taricaya era yo, y que la historia, si bien se parecía un tanto a la original, debía ser corregida. Las disculpas sobre las expresiones acerca del gringo ‘sonso y huevón’ fueron rápidamente aceptadas, y aclarado el asunto.

Las tortugas acuáticas (charapa y taricaya) constituyeron una de las fuentes de proteína más importantes para los indígenas amazónicos hasta la llegada de los europeos. Con ellos llegó el comercio y la depredación de estos y otros muchos recursos. En tiempos en que no había redes, ni anzuelos o arpones de acero, era mucho más fácil atrapar estos quelonios (con trampas, o cuando salen a oviponer en las playas) o cosechar los huevos en las playas, que pescar escurridizos peces.

La taricaya era tan abundante en ríos medianos y pequeños que se podían capturar con la mayo, especialmente los juveniles. Así lo narra, por ejemplo, el Padre Manuel Uriarte, cuando visitó el Nanay hace unos 250 años: “También cogieron los indios charapillas medianas con la mano, metiéndose en el agua, y mientras ellas nadaban hacia la orilla, con ambas palmas juntas las aventaban en la ribera, y otros las recogían antes que pudieran correr al río, que lo hacen con ligereza.” (Diario de un misionero de Maynas, 1774, pp. 176-177).

El gran explorador inglés Alfred R. Wallace narra una expedición para capturar taricayas en un pequeño lago cerca de Manaos, a mediados del siglo XIX. Con un solo lance de red capturaron tantas que llenaron completamente el bote. Apenas un siglo después, la sobre explotación de adultos y huevos las había colocado al borde de la extinción en la mayor parte de su área de distribución.

Las abundantísimas poblaciones de tortugas acuáticas que poblaron ríos, cochas y tahuampas amazónicas cumplían importantes funciones en el ecosistema, como dispersoras de semillas y controladoras de la vegetación acuática. De modo que su extirpación de gran parte de los cuerpos de agua amazónicos representa una gran pérdida: ecológica y, por supuesto, económica. Hoy tenemos millones de árboles que producen frutos por gusto, que no pueden ser dispersados por falta de animales frugívoros; y también millones de hectáreas de cuerpos de agua y tahuampas donde se desperdician ingentes cantidades de recursos (frutos, vegetación flotante y emergente, etc.) que podrían estar alimentando a millones de taricayas y otros animales, para beneficio de la población, que hoy sufre altos porcentajes de desnutrición.

Cuando hablamos de restaurar ecosistemas, o recuperar la funcionalidad de los ecosistemas, estamos hablando de esto: recuperar las poblaciones de fauna y flora para que vuelvan a cumplir sus funciones ecológicas, y a generar beneficios para la gente.

Al contrario de lo que ocurre con la delicada charapa, el manejo de la taricaya, mucho más rústica, es relativamente fácil, y en lapsos razonablemente cortos se puede recuperar poblaciones silvestres con manejo de nidadas en playas artificiales, como han demostrado los grupos de manejo en la R. N. Pacaya-Samiria. También es relativamente fácil criarlas en cautividad, pues comen casi de todo, tienen un crecimiento relativamente rápido, y soportan altas densidades de cría.

Por eso, rescatar las taricayas no solo es una cuestión ética o ‘ambiental’, es una cuestión económica. Así lo entendieron hace dos décadas los grupos de manejo de Pacaya-Samiria, y hoy se benefician de ello: venden una parte de las crías, que alcanzan precios muy atractivos en el mercado internacional, y se alimentan mejor, con sus huevos y carne, ya que las poblaciones ya se han recuperado.  No es todavía el caso de las taricayas del río Tigre, lamentablemente.