La maldición de la pista

«Ruego a diosito que no empisten mi calle», me comenta don Panchito, a quien visito luego de muchos meses. Él vive a un costado del Instituto Pedagógico, y se sienta en su puerta a disfrutar del fresco del atardecer, como han hecho los iquiteños por décadas. Sabe bien  lo que ocurre cuando llega el asfalto: la barahúnda infernal de motocarros y motos a toda velocidad, muchos de ellos con el tubo de escape abierto. Prefiere, me dice, embarrar un poco sus zapatos cuando llueve que soportar día y noche la tortura de un tránsito infernalmente ruidoso.

Hasta hace un tiempo, el asfaltado o ‘encementado’ de una calle era una gran aspiración, casi un sueño para muchos pobladores de Iquitos, para quienes unas horas de lluvia significaban barro y problemas para llegar a sus hogares. Con el asfaltado las casas automáticamente elevan su valor, y se anima la vida comercial.

De un tiempo a esta parte, sin embargo, el ‘empistado’ de una calle se ha convertido en una maldición, debido al incremento del tránsito y al gravísimo problema del ruido asociado con él, sin mencionar la delincuencia (hay muchos rateros disfrazados de motocarristas). Ya he oído de decenas de casos de vecinos que han decidido dejar o vender sus casas en calles recién empistadas o muy transitadas, porque no soportan el ruido de los motocarros y motos sin silenciador. Hace poco me comentaba el congresista Víctor Grández que se iba a dormir a una casa que tiene en un barrio apartado y sin asfalto para evitar el ruido.

He escuchado a varios amigos comentar que, al margen de algunas incomodidades bien conocidas, cuando pasó la obra del alcantarillado por sus respectivos vecindarios, disfrutaron de unas semanas, en algunos casos meses, de increíble tranquilidad. Pese al ruido de las máquinas, el corte del tránsito y, sobre todo, la ausencia de los motocarros y motos ruidosos, cambió su vida por un tiempo.

He vuelto a pasar unos días en Iquitos luego de año y medio de ausencia. Me había acostumbrado a la tranquilidad de un suburbio limeño, donde a Dios gracias no se permiten motocarros, y menos sin silenciador. Mi depa se localiza frente a un parquecito, donde se escucha cantar a los pájaros día y noche (sí, también en la noche cantan, aprovechando la luz artificial). Pese a que en Lima circula más de un millón de vehículos, el ruido es más soportable, pues la mayoría de los vehículos están ahora en buen estado y tienen su silenciador reglamentario.

Veo que en Iquitos sigue todo igual: unos pocos miles de indeseables torturando con sus vehículos ruidosos a locales y visitantes, ante la inacción de las autoridades. Han pasado cuatro alcaldes y como media docena de jefes policiales y fiscales ambientales desde que el Comité Todos contra el Ruido comenzó sus acciones de sensibilización contra este flagelo, y ninguno ha enfrentado el problema con decisión. ¿Qué ha hecho Iquitos para merecer ese castigo, me pregunto y se preguntan algunos todavía no resignados ante esta fatalidad?

La disminución de la calidad de vida, el atraso económico y educativo, el malestar de los turistas que huyen de la ciudad, el daño a la salud que provoca en Iquitos el capricho de una minoría de jovenzuelos antisociales manejando vehículos manipulados para meter más ruido es incomensurable, como incomensurable e inexplicable es la inacción de las autoridades que tienen como responsabilidad ordenar la vida en la ciudad y no lo hacen.

Un estudio en Alemania demostró que el ruido excesivo disminuye hasta en un 14 % la memoria a largo plazo de los niños. Aquí quizás está una de las causas de que nuestra región esté en el último lugar del Perú en comprensión lectora y razonamiento matemático. Solo por esta razón deberían las autoridades enfrentar decididamente ese flagelo. El presupuesto invertido en acabar con esa lacra sería el mejor empleado de la historia de Iquitos. Pero no, es más urgente empistar otra cuadra o remodelar una plaza, con sus comisiones, por supuesto.

«¿Cómo pueden vivir en este infierno?» Me preguntaba un funcionario de una organización internacional que visitaba por primera vez Iquitos. «El tránsito en Iquitos es una locura, el ruido es insoportable, se están matando», recalcaba el afligido visitante. «¿Qué hacen los policías parados en las veredas que no detienen a los que violan tan abiertamente la ley?, preguntaba incrédulo. «¿Qué hacen las autoridades municipales, no les importa la salud de la gente?»

Algo similar comentó Jane Goodall, la famosa primatóloga que visitó Iquitos hace unas semanas y salió horrorizada de la insoportable bulla del tránsito. Para ellos, como para muchos visitantes extranjeros con los que he interactuado en los últimos años, es absolutamente incomprensible que una sociedad moderna como Iquitos, con instituciones y autoridades, se haya habituado a la tortura del ruido, y tolere la violación fragrante y cotidiana de las más elementales normas de convivencia.

Me comentan mis amigos del Comité Todos contra el Ruido que los impulsores de la Campaña ‘Iquitos por la vida’ (que incluyen a la Cámara de Comercio Industria y Turismo de Loreto y a la Asociación Automotriz del Perú, entre otros, y que ha intentado sensibilizar a la población y sus autoridades sobre los problemas relacionados con el tránsito, incluyendo la contaminación sonora) han decidido ‘botar el paño’ y probar en otra ciudad. La razón, aparentemente, es la total falta de respuesta del público y de las autoridades, que no son capaces de, simplemente, hacer cumplir las normas de tránsito. Increíble. Esperemos  que en estas próximas elecciones salga un alcalde al que enfrente por fin este grave problema. Es cuestión de un poco de decisión, y visión…