APICARA SHITIMBIRI
José Álvarez Alonso
Alturas de Santa Andrea, alto Tigre, a principios de los años 90; estaba buscando un espécimen del que luego sería bautizado como Hormiguerito Antiguo (Herpsilochmus gentryi), la primera de una serie de especies nuevas de aves descubiertas en los bosques sobre suelos pobres que ocurren en la divisoria de aguas entre los ríos Tigre y Nanay, ese centro de endemismos ya famoso entre los científicos. Mi guía y amigo Alfonso Isampa, para los amigos «Puñuisiqui» (fasaco; literalmente, ‘trasero dormilón’ en Kichwa-Alama) me guiaba por las colinas gredosas con sotobosque dominado por irapay y bambú enano. En un punto Alfonso recogió del suelo un fruto pequeño, amarillento, de aspecto fofo, parecido a una anona diminuta pero de forma más irregular, y me dijo: «Prueba, huauqui, con todo y carapa se come». Me lo metí en la boca con algo de recelo, pero mi sorpresa fue mayúscula: no recuerdo haber comido en la selva cosa más deliciosa, era puro almíbar, con un sabor suave pero penetrante. «Apicara shitimbiri», me dijo, sin saber darme más detalles que su significado en su idioma: shitimbiri es un tipo de fruta, y apicara significa «de piel suave»; me explicó que hay otra fruta parecida, que nunca llegué a probar, llamada ‘sinchicara shitimbiri, de piel dura.
Como pronto habíamos acabado las frutas caídas, Alfonso trepó ágilmente al árbol (no era muy grueso, pero sí alto, porque llegaba al dosel del bosque) y sacudiendo las ramas derribó muchas frutas más. Nos hartamos y juntamos varios kilos en un capillejo de hoja de ungurahui, que Alfonso llevó a sus hijos al día siguiente. Yo también llevé a mi casa como un kilo, pero la fruta que sobró del siguiente atracón no aguantó mucho: al día siguiente ya estaba de color marrón y algo fermentada.
En las mismas colinas de Santa Andrea, Alfonso también me hizo probar el «sacha casho», probablemente el pariente silvestre del casho cultivado (Anacardium occidentale). Otra sorpresa para mí, pues su sabor no tiene nada que ver con el ‘pático’ sabor del fruto cultivado, sino que es mucho más dulce y sabroso. Tanto los frutos como la semilla son mucho más pequeños que los de la variedad cultivada, y el árbol en nada se parece al achaparrado y retorcido casho, pues es un tronco recto y alto como la mayoría de los que crecen en bosque primario.
Cualquiera que haya trajinado por las selvas amazónicas con un indígena o ribereño como guía seguro que puede contar historias de frutos o semillas comestibles y sabrosos, muchos de los cuales nunca son hallados en los mercados, y ni siquiera en las casas de los ribereños. Esto es un signo de la riqueza inconmensurable que albergan todavía nuestros bosques, recursos que podrían ser un día base de agroindustrias de exportación, si es que nuestros gobernantes tienen la visión de impulsar decididamente la investigación de sus cualidades nutritivas y potencial de mercado, y el desarrollo de paquetes tecnológicos apropiados.
En los 28 años que llevo en esta tierra de promisión, en los que he caminado por los bosques de todas sus provincias y muchos de sus distritos de Loreto, puedo dar fe de que la selva me sigue sorprendiendo. Nunca me hizo daño ninguna fruta entre los cientos que probé, lo que confirma lo que una vez me dijo un joven indígena, recién licenciado del Campamento de Güeppí: los soldados, agobiados por el hambre, comieron todo lo que hallaban en el bosque, incluso frutos que jamás habían comido en sus comunidades, con un único criterio: si venían que lo comía el mono, ellos lo comían. Nunca se intoxicó nadie.
Voy a mencionar aquí sólo algunos otros frutos que me llamaron particularmente la atención; todos tienen algo en común: nunca los he vuelto a ver en otro lugar de Loreto, ni tampoco, por supuesto, en los mercados urbanos; cabe señalar que en los mercados de Iquitos se comercializan hasta 132 especies de frutas y semillas, un récord mundial.
De la zona de Jeberos recuerdo el ‘cotohuayo’; este fruto crece solamente en los raros bosques sobre arena blanca que ocurren allí. Su nombre parece hacer alusión al color (rojizo como el pelo del mono coto), o quizás porque este mono gusta de él. Es un fruto grande, del tamaño de un zapote mediano, pero asimétrico, con una pulpa jugosa y dulcísima, repleta de semillas similares a las de la sandía. En las colinas gredosas de la zona también conocí otro fruto maravilloso: los indígenas Shihuilo de la zona lo llamaban simplemente ‘castaña’, pero a pesar de su parecido no se trata de la conocida castaña brasileña (Bertolethia excelsa). Su sabor es muy similar, pero a mi juicio, es más sabrosa y menos aceitosa. Hasta ahora guardo una de recuerdo. Lamentablemente, ninguno de los frutos que traje al IIAP germinó, pues aparentemente no estaban plenamente maduros. Los Shihuilo cosechan estas castañas trepando al árbol -un gigante emergente en el bosque primario; a nadie se le ocurre talar el tronco, como hacen algunos desaprensivos en otros lugares.
En la cuenca del Tahuayo, quebrada Blanco, tuve la oportunidad hace más de 20 años de probar un fruto diminuto pero sabroso: estábamos tomando un descanso en un lugar en el bosque cuando notamos que caía de cuando en cuando algo del dosel, como una lluvia rala. Observamos que primero sonaba un chasquido en la copa de un árbol cercano, y luego se notaba que caía algo, por lo que dedujimos que las semillas salían disparadas de sus vainas al ser calentadas por el sol, tal como ocurre con las vainas de la retama y otras leguminosas. Pronto descubrimos que se trataba de una semilla parecida a un maní, que comimos con fruición y no sin cierto temor, porque no sabíamos si podría tener algún tóxico, aunque era ciertamente muy sabrosa. No nos hizo daño, nadie nos supo dar su nombre, y nunca la volvimos a ver…
El siguiente era un arbolito modesto, casi como un arbusto, que crecía al borde del río Macusari, alto Corrientes, muy cerca de la frontera con Ecuador, cerca de una casa de indígenas Achuar. Estaba cargado de unos frutos brillantes, esféricos, del tamaño de un guisante. Parecidos a la chimicua, pero algo más gruesos, oscuros y consistentes. Pregunté a los vivientes si se podía comer, y me dijeron que sí, y con su permiso me empujé unos buenos puñados, que mi estómago, sometido a rancho de viaje por largas semanas, agradeció como se pueden imaginar. Eran realmente muy sabrosos.
Un arbolito de sotobosque en las colinas del alto Tigre, cerca de la guarnición de Cunambo, también me ofreció otra sorpresa: según mi guía, un joven Kichwa-Alama, se trataba del ‘chicle huayo’, una fruta amarilla del tamaño de un charichuelo y, efectivamente con textura pastosa y pegajosa similar al chicle, y sabrosa hasta la última mascada.
Para no cansar, mencionaré finalmente a la ñejilla del Huallaga, que probé en una comunidad aguas abajo de Yurimaguas. Esta ñejilla, a diferencia de las delgadas palmeras así llamadas, tan comunes en cualquier canto de quebrada de Loreto, y con racimos ralos y frutos pequeños, tiene unos racimos grandes, con abundantes y apretados frutos, también más grandes, más carnosos y sabrosos que los de su pariente enana.
Seguro que muchos lectores podrían hablar de sus experiencias con otros sabrosos frutos amazónicos, algunos poco conocidos como los citados arriba, otros más conocidos, como almendra, charapilla, metohuayo, caimitillo, papaílla, anonilla, leche huayo, naranjo podrido, sacha cacao, shimbillo, chimicua, sinamillo, y decenas más (no cito los más comunes). Ahí está uno de los filones más prometedores para el desarrollo de la bioindustria loretana; quizás en alguno de estos frutos esté el sabor exótico de un nuevo helado, una bebida, una crema de belleza o quién sabe… Otras antaño modestas y amazónicas frutas hoy son famosas: el maracuyá (passion fruit), la carambola (star fruit), etc. etc. Los brasileños han internacionalizado recientemente el guaraná y el assaí (primo de nuestro huasaí). ¿Por qué nosotros no podemos hacer lo propio con otras más? El mercado mundial busca constantemente nuevos y exóticos sabores…