En la antigüedad, cuando los pueblos del mundo comenzaron a vivir en sociedad y formarse como entidades civilizadas, deponiendo armas conflictos y guerras, dada la complejidad de los conjuntos humanos de que disponía cada país, se precisó ir adecuando formas de comunicación entre países vecinos con el propósito de ir creando formas de cooperación que fueran reemplazando el uso de las armas en los siempre presentes conflictos, ya sea por violación de las líneas fronterizas o posesión de porciones de territorio vecino, producto de los errores cartográficos de entonces.
Según nos dice el destacado hombre de prensa, José Rodriguez Elizondo, a medida que las sociedades fueron complejizándose, los refranes satíricos con que se ridiculizaban los entonces reinados de la tierra, comenzaron a entrar en desuso y los monarcas de ayer necesitaron conocer mejor a sus vecinos y así nació la figura del embajador, que era quien transmitía lo que su señor quería saber.
Sin embargo, en poco tiempo se percibió que tal forma resultaba a la vez que insuficiente, demasiado «sobón» o demasiado objetivo. Es entonces cuando el embajador procede a contratar ayudantes que le prepararan sus entrevistas, tomaran sus dictados y mantuvieran sus archivos; es así como nace el servicio diplomático.
Dicho término «diplomacia», viene del término diploma el cual según su raíz griega era una hoja de papel doblada en dos. Esa era la forma que adoptaban los documentos oficiales, que eran los únicos que utilizaban papel escriturable. A su vez, tales diplomas generaron lo que luego se conoció como intercomunicación diplomática, mediante la cual cada parte reproduce lo que ha preguntado o dicho su contraparte. En síntesis, todo diálogo diplomático está hecho a prueba de mal entendidos. Lo único malo es que si se equivocan, o están mal codificados, pueden parecer ruedas de carreta o sonar como carros blindados.