Por: José Álvarez Alonso.
Don Tito es un experto tahuampero y restinguero, y me cuenta sus aventuras de pesca y caza en plena inundación en la Reserva Nacional Pacaya Samiria. Todos los días trae unos ricos pescados a la casa, bien sea picados con su flecha en la noche, o bien atrapados en su red trampa en la tahuampa. El otro día trajo una carachupa y una pucacunga, que encontró en una restinga no muy lejos del pueblo. Este año, luego de varios de sequía aguda, está ocurriendo una creciente a la que falta poco por alcanzar la del 2012, que batió todos los récords de que se tiene registro o memoria en la selva peruana.
Me cuenta don Tito: “Hermano, no te imaginas lo que he visto hace unos días. Cuando surco por el río para ir a alguna restinga, siempre veo que baja algún animal muerto, hinchado, venado, majás o añuje. Nada en comparación con lo que vimos en 2012, cuando se veían sachavacas, sajinos, huanganas y otros muchos animales muertos boyando por aquí y por allá. Este año todavía no veo muerta ninguna sachavaca.
Pero lo que encontré hace unos días me impresionó mucho: en una parte bien alagada de la tahuampa había varias bolas de tierra, de esas de los nidos del curuinshi, y en ellas se veía amontonadas por grupos una manada de huanganas. Alrededor de cada bola se veía a varias de las huanganas más chicas muertas, boyando, era una pestilencia. Las que estaban vivas estaban bien flacas, se amontonaban unas sobre otras en esas bolas. Ni siquiera se movían cuando me acerqué con la canoa a verlas de cerca. Solo gruñían bajito mirándome y levantando el hocico: ug, ug… Estuve tentado a agarrar alguna de las crías que todavía estaban vivas, estaban las pobrecitas en el borde de las bolas, algunas metidas en el agua, para soltarlas en la restinga del pueblo, que todavía no está alagada… Pero no me atreví porque sé que cuando grita una cría las madres se embravecen, y también las crías son bien bravas. Me dio tanta tristeza que no he querido volver a ese lugar, me da mucha pena cuando lo recuerdo.”
He escuchado muchas historias tristes de los impactos en la fauna silvestre en la Reserva Pacaya Samiria durante la creciente del 2012, y también la de 1986. De hecho, hay un libro sobre el impacto del cambio climático en la fauna silvestre tomando como caso de estudio la creciente del 2012, del Dr. Richard Bodmer y equipo, el que tuve el honor de prologar. Pero no escuché ninguna historia tan triste como la de las pobres huanganas encaramadas en unos nidos de curuinshi. Como no parece que el agua esté bajando todavía de modo significativo, es probable que a estas alturas ya esté la mayoría muerta de hambre.
Al ser una reserva, es probable que legalmente no se pueda hacer nada por salvar a esos pobres animales, modificando quizás el hábitat en algunos lugares para que tengan refugio. Sin embargo, sí creo que se podría hacer algo por mitigar el sufrimiento de las comunidades indígenas que viven en las zonas inundables de Loreto y Ucayali.
Viajando por el Marañón y el Amazonas veo con tristeza las plantaciones de plátano, antes de un verde intenso y ahora amarillas y marchitas, con muchos de los troncos ya caídos; solo sobreviven en algunos lugares los que llaman “sapuchos”, que la gente no aprecia tanto para su inguiri. La yuca ya la sacaron hace tiempo, con la llegada del agua. Así que ahora la gente de las comunidades inundadas está con problemas para abastecerse de esos recursos tan importantes en su dieta diaria. Algunas restinguitas más altas mantienen algunos platanitos y yuquitas, porque el río todavía no alcanza la cuota máxima del 2012, donde prácticamente no quedó restinga sin inundar.
Cada vez que hay una gran creciente se activan los protocolos de desastre natural y comienza la inundación de “ayuda humanitaria”, que como bien sabemos, es ocasión para que algunos vivos y pícaros hagan su agosto en mayo. Pues creo que las autoridades deberían tomar medidas preventivas para que estos “desastres” no impacten tanto en las poblaciones asentadas en zonas inundables… Y sepan que no las van a abandonar, por más que algunos funcionarios insistan desde Lima en que se deben reubicar: como bien sabemos los loretanos, esas zonas son las más productivas de la selva baja (en términos agrícolas, por sus suelos aluviales, y por los ricos recursos acuáticos y forestales), además de ser las más accesibles para el transporte.
En los relatos de los primeros viajeros en la Amazonía peruana se describen las llamadas “charaperas”, estanques cavados al lado de las casas donde las cerraban con cañabravas. Allí guardaban para todo el año las charapas que atrapaban en las playas durante los desoves, alimentándolas con gramalotes y otras hierbas acuáticdas. Fray Gaspar de Carvajal, cronista de la expedición de Orellana de 1542, escribe sobre las charapas en un pueblito del bajo Napo: “Había muy gran cantidad de comida, ansí de tortugas, en corrales y albergues de agua…” Cien años más tarde, el misionero jesuita Cristóbal de Acuña cuenta lo siguiente de las comunidades de las orillas del Amazonas en Loreto: “Los indígenas cogen estas tortugas con tanta abundancia, que no hay corral de estos que no tenga de cien tortugas para arriba, con que jamás saben estas gentes qué cosa sea hambre, pues una sola basta para satisfacer una familia, por mucha gente que tenga.”
Los indígenas cavaban esas “charaperas” con herramientas de madera, probablemente estacas de pona que tenían que labrar con pequeñas hachas de piedra comerciadas con las tribus de selva alta (¡en la selva baja no hay piedras!). Casi seguro que la tierra extraída de los estanques era colocada de forma que sirviese como “restinga” artificial donde construir sus casas y quizás cultivar algunas plantas para salvarlas de las crecientes. En otros lugares de Sudamérica, como la Chiquitania (o “Llanos de Chiquitos”) en el Este de Bolivia, donde ocurren extensas inundaciones en la época de lluvias, se conservan extensas formaciones creadas por los antiguos indígenas, a modo de plataformas de tierra, donde construían sus casas y mantenían algunos cultivos básicos.
Me pregunto si hoy, con las herramientas modernas de acero, y más aún, con maquinarias que en pocas horas pueden mover cientos o miles de toneladas de tierra, no se podrían construir en comunidades asentadas en zonas inundables este tipo de estanques y restingas para mitigar el impacto de las inundaciones extremas como la de este año, que sabemos ocurrirán periódicamente, más temprano que tarde. En los estanques las familias pueden criar taricayas (cuyas crías abundan ahora en el mercado, gracias al manejo que han hecho por décadas las comunidades de la Reserva Nacional Pacaya Samiria) y peces. Durante la creciente del 2012 deslicé esa idea en un artículo en este mismo diario, aunque parece que ninguna autoridad le dio bola. A ver si ahora a alguien se le ocurre hacer algún piloto. Claro que debe hacerse cuando el río está bajo, y como entonces la creciente ya habrá pasado, sospecho que ya no será prioridad tomar medidas preventivas para la siguiente creciente. Así andamos.






Buen artículo. Es muy probable que los antiguos pobladores de esas zonas inundables tuvieran sus mecanismos de adaptación al subir las aguas. Importante rescatar ese conocimiento. Y queda por estudiar los efectos en la fauna, a largo plazo. A lo mejor hay alguna explicación desde un enfoque ecosistémico.