Por: José Álvarez
Acabo de ver un impresionante video sobre la producción agrícola, acuícola y forestal en el desierto del Négvev, en Israel, uno de los más áridos del mundo, y me pregunto qué sería del Perú si aplicásemos la tecnología moderna adecuada a los extensos arenales de nuestra costa, con un poco de sentido común y la tecnología ya disponible. Podríamos convertir buena parte del desierto en un vergel y acabar con la pobreza en la costa de una forma amigable ambientalmente, a la par que social y económicamente sostenible, porque ese tipo de inversión sí requiere una gran cantidad de mano de obra bastante cualificada, cosa que no ocurre con la mayoría de las mega inversiones.
«En la costa el único factor limitante para las actividades agrícolas es el agua, y es más fácil manejar uno, por más que sea difícil, que muchos factores, como los que ocurren por ejemplo en la Amazonía», me dice Noam Shany, agrónomo israelí dedicado desde hace una década a la conservación de la Amazonía peruana. No por casualidad los antiguos peruanos, sin las enormes ventajas que provee la tecnología moderna, consiguieron irrigar extensas áreas y, gracias a los excedentes agrícolas, expandirse y crear sociedades prósperas y sofisticadas donde antes solo había arena o pedregales. Este nivel de desarrollo económico no se consiguió en la Amazonía, pese a que seguro los indígenas intentaron muchas veces. Y casi podemos asegurar que fue debido a los factores limitantes para las actividades agropecuarias, no por el factor humano.
Los factores limitantes para la producción agrícola son definidos como las propiedades y características del ambiente geográfico que influencian el desarrollo de las cosechas. Pueden ser de diverso tipo, desde climáticos hasta socioculturales, pero los más relevantes están asociados con las características del suelo.
La «Ley del Mínimo de Liebig» o Factor Limitante aplicado a la Amazonía, nos ilustra por qué han fracasado tantos proyectos de desarrollo agropecuario en la selva, a un costo enorme en términos económicos, de pérdida de bosques y biodiversidad, erosión de suelos, alteración hídrica y climática (grave en un contexto de cambio climático), y también conflictividad social.
Justus von Liebig formuló hace más de 150 años la Ley del Mínimo, que indica que el desarrollo de una planta se ve limitado por el mineral esencial relativamente más escaso. Es decir, aunque se fertilice con ciertos minerales, basta que uno sea escaso para que el cultivo baje su rendimiento de acuerdo con este nivel.
Salvo honrosas excepciones, los suelos amazónicos no inundables (donde se promueve indiscriminadamente cultivos comerciales como el cacao, el sacha inchi y la palma aceitera) suelen tener serias deficiencias en varios minerales esenciales, por lo que la fertilización, además de ser cara (especialmente en selva baja, adonde no llega la red de carreteras) no suele tener un impacto significativo en la producción.
Pero la pobreza de los suelos y la alta acidez (que impide el intercambio de cationes y su absorción por las plantas) no es el único problema. También lo son la elevada humedad relativa y las altas temperaturas, que favorecen el ataque por hongos y otras plagas, así como la abundancia de insectos, ácaros y otros parásitos. Y, finalmente, la cuestión sociocultural y logística: comunidades amazónicas con una cultura más «bosquesina» (manejadores de los recursos silvestres, fide el antropólogo Jorge Gasche) que campesina, y las enormes dificultades logísticas que encarecen tanto la provisión de insumos como el transporte de productos al mercado, convierten a la agricultura comercial amazónica en una auténtica quimera, salvo raras excepciones (por ejemplo, los suelos aluviales de los grandes ríos de agua blanca, como el Amazonas, Ucayali y Marañón).
Lo mismo aplica para la ganadería, por cierto: se requiere hasta dos hectáreas de suelos de altura para alimentar una vaca flaca, y esto por unos pocos años, pues los suelos se compactan rápidamente con las pezuñas de las vacas y se llenan de malas hierbas. Una granja en Israel, en contraste, con siete hectáreas de pastos manejados alimenta cerca de mil vacas y produce unos cuarenta mil litros de leche al día (¡probablemente más que todas las ganaderías de la Amazonía peruana juntas!).
No parece que los ‘desarrollistas’ modernos, diseñadores e impulsores de planes, programas y políticas de desarrollo, se hayan enterado todavía de lo que los indígenas amazónicos percibieron miles de años atrás. O no parece que les importe: finalmente, no van a pagar de sus bolsillos los gastos, ni a cargar con las consecuencias. Y así nos va. En los últimos años, y pese a los compromisos de Perú de reducción la pérdida neta de bosques a cero en el 2020, y de emisiones de carbono (la tala de bosques representa cerca del 45 % del total de emisiones) hemos batido los récords de deforestación de la década (177,000 ha en el 2014), y fortalecido irresponsablemente la vulnerabilidad ante los eventos climáticos extremos, como se comprueba a cada rato en el incremento de sequías, inundaciones, huaycos y demás desastres naturales…
Tampoco han visto ni ven estos desarrollistas que la verdadera riqueza de la Amazonía no está precisamente en los suelos y su potencial agrícola o pecuario (salvo excepciones, de nuevo), sino en sus riquísima biodiversidad, en sus bosques, sus recursos genéticos, sus frutos, semillas, látex, cortezas, fibras, fauna, miel, etc., y sus servicios ecosistémicos (recreación y turismo, regulación hídrica y climática, captura de carbono), todos los cuales son destruidos al impulsar una agricultura irrisoria. Para poner en valor estas riquezas se requiere inversión, pero esta se ha ido a construcción de carreteras que promueven más deforestación y actividades ilícitas, y a impulsar el subdesarrollo agropecuario amazónico…