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El síndrome de la rana o la Ventana de Overton y la Amazonía

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Escribe: José Álvarez Alonso

Mi amigo Einstein, de la comunidad de Parinari, en la Reserva Nacional Pacaya – Samiria, me cuenta que hace un tiempo estuvo en la comunidad awajún de Chapís, en el Marañón cerca del Pongo de Manseriche. Había sido contratado para ayudar a instalar y operar una planta de extracción de aceite de aguaje. Durante las semanas que estuvo allá, alojado en casa del apu, muy raramente comió carne o pescado, algo a lo que él estaba acostumbrado en la reserva donde vive, así que un día le preguntó a su anfitrión si no había ‘mitayo’. El apu le dijo: “mañana salgo al monte y verás”. Bueno, pues salió y volvió con su mitayo: un congompe (el caracol grande de tierra), un hualo (la rana grande terrestre) y un loro mediano, no sé si shamiro o sanpedrito, los que fueron cocinados y compartidos por una familia de siete miembros, más el invitado, Einstein. Según le dijo el apu, eso era el producto “normal” de un día de cacería en esa zona. Aunque el territorio awajún es conocido por la gran escasez de animales silvestres y pescado, este escenario es cada vez más común en cientos de comunidades amazónicas.
Cualquier habitante rural en nuestra Amazonía, sea indígena o mestizo ribereño, te habla o te puede hablar, con información de detalle con frecuencia, de la reducción dramática de los recursos forestales y acuáticos en las últimas décadas, y de los problemas y dificultades que esto conlleva para su vida cotidiana. Aunque hay excepciones, cada vez es más difícil para una típica familia amazónica generar ingresos extrayendo recursos del bosque o del río (“recursearse”, dicen), e incluso conseguir “mitayo” (carne de monte) o pescado para una minga o para abastecer la mesa familiar. Ocurre lo que se ha dado en llamar en todo el mundo “la tragedia de los bienes comunes”, esto es, la sobre explotación de recursos escasos y de libre acceso, como peces de agua dulce o marinos, animales silvestres, pastos para ganado, o agua para riego, entre otros.
En la Amazonía baja, la agricultura nunca ha sido una gran fuente de ingresos económicos, salvo en comunidades más cercanas a las ciudades y pueblos grandes, y con suelos productivos (como las restingas en las riberas del Ucayali, Marañón o Amazonas); también en áreas muy específicas como las cuencas del Momón y el Tamshiyacu, en Loreto, donde afloran sedimentos algo más ricos de la formación Pebas. O partes del llamado “Abanico del Pastaza”, que abarca también la cuenca media y baja de los ríos Tigre y Corrientes, donde afloran en partes sedimentos volcánicos arrastrados antiguamente por ese río. Para los indígenas amazónicos los recursos silvestres (forestales e hidrobiológicos) fueron históricamente la principal fuente, no solo de proteínas y grasas, sino de ingresos económicos cuando en el último siglo se conectaron con el mercado. Una sabia adaptación a un medio con suelos pobres, y clima muy cálido y húmedo, poco apto para la agricultura comercial o la ganadería. Por ello algunos antropólogos los califican de “bosquesinos” más que campesinos.
La excepción a estos escenarios de escasez creciente de recursos silvestres la constituyen las áreas protegidas, donde las acciones conjuntas de control y manejo de recursos entre el Estado y las comunidades organizadas han permitido la recuperación de los ecosistemas y una mayor abundancia de pescado, animales de caza y taricayas para las comunidades, en comparación con zonas no protegidas. De esta abundancia se benefician también las comunidades de las zonas aledañas o zonas de amortiguamiento, porque los animales tienden a dispersarse desde zonas donde abundan hacia zonas donde son más escasos (lo que llaman los científicos “modelo fuente – sumidero”). Por ejemplo, las taricayas, que habían sido extirpadas del bajo Marañón y del bajo Ucayali, han vuelto a proliferar gracias al manejo que llevan haciendo las comunidades desde hace unas tres décadas dentro de la Reserva Nacional Pacaya – Samiria.
Una cosa que me admira de los amazónicos es la escasa reacción ante el drama de la depredación y degradación creciente de la selva, salvo raras excepciones. Y ello a pesar de que las consecuencias son dramáticas: desnutrición infantil crónica y anemia, pobreza monetaria y conflictividad creciente por el incremento de actividades ilícitas. Es posible que la razón esté en el llamado “síndrome de la rana hervida”, analogía usada para explicar la adaptación a situaciones negativas que se presentan de forma gradual. En este caso, la degradación se ha producido efectivamente de forma gradual, de tal forma que la gente poco a poco se fue acostumbrando a que lo que antes era abundante comenzase a ser cada vez más escaso, hasta incluso desaparecer (como fue el caso de la charapa en la mayor parte de Loreto y Ucayali, por ejemplo). Todavía en comunidades indígenas he escuchado la explicación de que los animales “se han ido al centro”, ahuyentados por la bulla de la gente, y albergan la esperanza de que un día vuelvan. Lo mismo con los peces o las taricayas y charapas.
También podría aplicar a esta situación lo que los politólogos llaman “la Ventana de Overton”, referente en este caso a las ideas, que un día eran inaceptables y terminan siendo aceptadas socialmente con el tiempo, a través de un proceso gradual de “legitimación”. El concepto podría aplicar, por ejemplo, a la aceptación de ciertas actividades ilegales, antes rechazadas por las comunidades, como tala ilegal, cultivo de coca o minería aurífera en cauces, pero que hoy son aceptadas por algunas comunidades.
El reto en todos los casos es mantener informadas a las comunidades de los impactos negativos de estas actividades (además de las implicancias legales, en los casos de la coca y la minería aurífera, especialmente). Y por supuesto, de los impactos de la contaminación, la sobre explotación de recursos en las comunidades locales. También es muy importante informar sobre las alternativas de manejo y recuperación lideradas por comunidades organizadas, de las cuales ya tenemos buenos ejemplos de éxito.
El «síndrome de la rana hervida» es una analogía que describe la adaptación gradual a condiciones dañinas, hasta el punto de no poder escapar de ellas. Se aplica a situaciones en las que un problema se desarrolla lentamente, no se percibe de inmediato, y se genera una falta de reacción o una reacción tardía para evitar o revertir los daños.

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