– Homenaje al Club de Leones de Iquitos en su LX Aniversario
Por: León Rafael A. Urrunaga O.
El día había amanecido soleado y brillante, como ocurre en los trópicos, en esa mañana de primavera, pero no hacía calor alguno, pues una brisa suave refrescaba el ambiente. No se podía afirmar sin embargo, si era por los efluvios primaverales o por alguna otra razón que sólo el que conoce los secretos de la floresta y sus habitantes puede señalar, se vivía un inusitado ambiente de fiesta.
Daba la impresión que todas las criaturas del bosque habían iniciado un extraño ritual. Estaban reunidas en un recodo del río, como si una voz audible solo para ellos les hubiera convocado, y se paseaban contorneándose los que tenían patas, mientras los que no las tenían se arrastraban sobre sus vientres tratando de parecer elegantes; los demás volaban o nadaban como si quisieran presumir de sus habilidades.
¿Que ocurría? Parecía ser que un llamado ancestral los juntaba en una alegre comparsa de aire, tierra y agua. Los venados lucían sus cornamentas y sus lustrosas pieles de colores marrón con manchas oscuras, las sachavacas o tapires destacaban por sus voluminosas figuras, el oso hormiguero llamaba la atención con su descomunal trompa y su cola de plumero, y el armadillo o carachupa pasaba raudo cargando su córneo caparazón cuadriculado.
En los árboles el tucán lucía su largo pico negro, rojo y amarillo; el guacamayo se posaba en una rama agitando sus enormes alas de vívidos colores, y los loros verdes y amarillos lanzaban al aire sus estridentes chillidos. En el río los peces saltaban en el aire enseñando sus panzas plateadas, mientras los cocodrilos se revolcaban en las orillas fangosas abriendo sus fauces en risa grotesca, y las boas silenciosas se deslizaban lentamente con un movimiento continuo y armonioso.
¿Que ocurre? Surgió la pregunta que flotaba en el ambiente. Por allí se escuchó una voz chillona que decía: «Queremos saber quién es el más bello, porque belleza es realeza», y otro más agresivo agregó: «El que tiene realeza es el rey». Ante esto alguien tímidamente preguntó: «¿No es cierto que el león es el rey?». Como respuesta varios hombros se encogieron, y una que otra risita disimulada se burló de la observación. Mientras tanto la farra continuaba.
En eso negras nubes cubrieron el cielo y gruesas gotas de lluvia comenzaron a caer sobre la tierra. Presurosos los habitantes de la selva buscaron refugio en sus madrigueras de la tierra, en sus nidos de los árboles, y otros simplemente se sumergieron en las aguas escapando del chubasco.
Cuando esto sucedía, un pequeño venadillo que temerariamente se había apartado de su madre, pugnaba por regresar a su lado. Estaba junto al río que había crecido súbitamente, y con sus cortas patas trataba de subir por la barrosa y resbaladiza pendiente, de pronto tropezó y cayó a la caudalosa corriente que lo arrastró en un abrir y cerrar de ojos. La venada que ya se había dado cuenta de la situación, angustiada corrió a la orilla para tratar de salvar a su cría, pero no se animaba a lanzarse al agua. Balaba desconsolada, cuando vio que su vástago quedaba atrapado en las ramas de un árbol sumergido en mitad de la riada.
Mil ojos contemplaban la escena sin atreverse a hacer nada. Ahora quién lo salvará se preguntaban en silencio. De repente se sintió un fuerte movimiento de ramas en el bosque, y surgió la figura imponente de un león que sin ninguna dilación y de un poderoso salto se lanzó al río. El bosque entero enmudeció conteniendo la respiración. Nuestra noble fiera luchaba contra la fuerte corriente, sus musculosas patas se movían sin tregua, así nadando llegó hasta el desvalido y sin perder tiempo lo cogió con sus potentes mandíbulas, volviendo nuevamente a luchar contra el impetuoso oleaje. Por momentos daba la impresión que la correntada lo arrastraba, pero luego se veía surgir de entre la espuma su abundante melena que se acercaba a la orilla. Finalmente llegó a tierra y saliendo del agua, con delicadeza, depositó a la pequeña criatura cerca de su madre, hecho esto y con otro tremendo salto se internó de nuevo en la selva.
De inmediato salieron los habitantes del bosque, rodeando a la cierva y a su tembloroso y húmedo retoño. Moviendo cabezas y colas y frotándose entre sí, daban a conocer su gozo irreprimible. Después poco a poco se fue disolviendo el corillo y cada cual regresó a su nido o madriguera. La lluvia arreciaba otra vez y el golpetear de las gotas sobre las hojas era como una música que arrullaba y adormecía. Uno a uno los animales grandes y pequeños fueron cerrando los ojos y se quedaron dormidos.
Mientras tanto, nuestro héroe en toda su solemne majestad contemplaba sus dominios desde una pequeña colina, y con benevolencia meneaba levemente su hermosa cabeza. De pronto lanzó un poderoso rugido que surcando los aires llegó hasta los confines más recónditos del bosque, produciendo una sensación de alivio y seguridad. Después de esto no quedó duda alguna de quién era el Rey de la Selva.