En estos días de reflexión por la vida y obra de la Santa peruana, Rosa de Lima, Patrona de la Policía Nacional, Patrona de las Américas y de las Filipinas, reconocida en lugares como la ciudad de Pereira en Colombia, donde existe una catarata que lleva su nombre, nos preguntamos si nuestra vida en algo se asemeja a la devota caracterizada por estar rodeada de hermosas rosas.
Además de tener el pozo milagroso por donde los limeños y mucha gente cristiana católica que pasa por Lima, deposita sus más entrañables deseos, lanzándolos escritos en papelitos que van hasta la profundidad de lo que antes fue una fuente de agua, ahora es una fuente de milagros y deseos concedidos, según los testimonios de cientos de fieles que años tras años visitan el templo de Santa Rosa para agradecerle.
Ya Jesús en su paso por la tierra dijo que la fe mueve montañas, y nos dijo también que construir esa fe, ciega y esperanzadora no es fácil, implica sacrificio, ser ejemplo, y, más aún, llevar una vida de acuerdo a las escrituras, y más complicado todavía, cumplir con los Diez Mandamientos de la Ley de Dios. Tremenda carga sobre nuestras débiles espaldas, no precisamente en el aspecto físico, sino en la vulnerabilidad de nuestro espíritu que más se inclina a lo material y que para conseguirlo estropeamos nuestra débil fe.
A Santa Rosa la miramos como una esperanza de solución a nuestros males, principalmente. Sin embargo, muy pocos que la visitan hablan sobre las acciones de su vida diaria y nosotros que estamos al otro lado del mapa costeño, también tendríamos que hacernos la misma pregunta. Cuán solidarios somos, cuánto nos conmueve el dolor del vecino que quizá podríamos ayudar a solucionarlo, y así una larga lista de cuánto hacemos por el prójimo.