Por: José Álvarez Alonso
«Esta publicidad debería ser prohibida, por subversiva», decía molesto el P. José María Arroyo allá por los ochenta, cuando el terrorismo arreciaba, ante un spot televisivo de Inka Kola en el que promocionaban la refrescante bebida junto con unos suculentos platos de comida. «En un país en que la mitad de la gente pasa hambre, mostrar así la comida es obsceno e incentiva el terrorismo», insistía.
Antiguamente, un pobre se podía pasar la vida sin ver jamás a un noble, y menos a un rey; más inconcebible aún era que ingresase a algún palacio a observar cómo vivía la aristocracia, a echar un vistazo a sus lujos, banquetes y fiestas, salvo que fuese su sirviente. Tampoco se cuestionaba mucho las clases sociales, y la inmensa mayoría de los siervos de la gleba (las clases inferiores en la Edad Media) o de pobres (en la Edad Moderna) aceptaban el estado de cosas como algo establecido y querido por Dios. No existía prácticamente la clase media, y no era concebible que alguien pasase de una clase a otra.
Esto fue así hasta el advenimiento de la Revolución Francesa y la generalización de las ideas de la Ilustración. Con las ideas de libertad, democracia e igualdad ante la ley se abrió la Caja de Pandora: los desheredados de siempre ya no ser resignarían nunca más a permanecer en la miseria y la marginación.
Los medios de comunicación modernos, y especialmente la Televisión y la Internet, han contribuido a romper las barreras, incluyendo las comunicacionales, entre las clases sociales. También hay que decirlo, en honor al tan manido «sueño americano»: nunca fue más factible para un pobre lograr el milagro de hacerse rico, especialmente en algunos países occidentales. Sin embargo, el porcentaje que lo logra es tan pequeño que en términos estadísticos es más una anomalía que una probabilidad.
Por otro lado, hoy la vida de los ricos se mete, por así decirlo, en las míseras casuchas de los pobres vía las imágenes de la televisión, del cine, y de la prensa escrita. Nunca fue tan obscena la riqueza como en la actualidad. Los ricos no disimulan su riqueza, la ostentan. Muchos famosos, que se encuentran entre los más ricos, no dudan en abrir sus hogares a la prensa y -vía reportajes a la prensa televisiva o escrita- exhiben sus lujos y derroches. «Absolutamente subversivo», diría el recordado P. Arroyo. No es bueno comer pan, y peor aún desperdiciarlo, delante del hambriento. Parafraseando el sabio y antiguo proyecto «Dios perdona el pecado, pero no el escándalo», podríamos decir: «Dios podría perdonar, o bajar la pena, por el pecado de la avaricia, pero nunca perdonaría la ostentación».
El lujo, el derroche, la disipación siempre fueron un gran pecado para la moral cristiana. Pero hoy, en nuestras ciudades modernas, lo es aún más escandaloso, porque los pobres nunca han estado más cerca de los ricos -en términos de derechos ante la ley y de comunicación física-, al tiempo que las diferencias sociales son más marcadas y más injustificadas, a la luz de las ideas modernas de democracia y de igualdad.
Tantalizante sociedad
Según el mito griego, Tántalo, hijo de Zeus, fue castigado por los dioses -por el pecado de haber robado su comida, el néctar y la ambrosía, y haber sacrificado a su propio hijo para ofrecérselo en un banquete- a uno de los peores castigos concebibles: desfallecer eternamente de hambre y sed en el Tártaro, amarrado a un árbol cargado de fruta metido hasta la barbilla en el agua de un lago; cada vez que quería inclinarse sobre el agua para beber, o quería coger una fruta, éstas se alejaban de él. Hoy se define el suplicio de Tántalo como «el sufrimiento causado por una cosa deseada ardientemente, y que parece que se va a obtener, pero que se escapa siempre». ¿Les suena? A mí sí: cada vez que veo en Lima a un joven de un barrio pobre mirando las lujosas camionetas 4X4 de los ricos pasando a su lado, u observo a una empleada de hogar paseando con su pulcro y segregante uniforme el niño de una familia rica, me acuerdo de Tántalo: ¿qué pasará por sus mentes al ver la riqueza y la ostentación frente a sus narices, y saber que nunca la podrán disfrutar?
La sociedad moderna es, esencialmente, «tantalizante» (esto es, «atormenta con la visión de algo deseado pero inalcanzable»): restriega la abundancia en la misma cara de los miserables, la comida ante los ojos de los hambrientos, el lujo frente a los desharrapados. No es de extrañar que crezcan el resentimiento y la desesperanza entre los desheredados, y estos terminen en ocasiones por rebelarse.
La explosión de delincuencia en muchas de las sociedades modernas, incluida la peruana, tiene sus raíces no sólo en la desigualdad y la injusticia, que siempre han existido, sino en la ostentación del lujo y de la riqueza. Un joven pobre y desesperanzado podría resignarse a su situación si no viese que hay un mundo mejor, mucho mejor al alcance de sus ojos, y de sus manos. Y cuando a cada rato le dicen que todos nacemos iguales, que la democracia, que la libertad, que la igualdad de oportunidades y toda esa verborrea, la cosa se pone aún más caliente. Ve en la tele o en una revista el lujo la abundancia en que viven algunos, y sus neuronas gritan, sus hormonas claman: «Yo también quiero eso». Y se va a buscarlo por el camino corto, la delincuencia. No tiene mucho que perder, en todo caso. El «camino largo» es el de la educación, hasta ahora, valga la paradoja, la vía más rápida y eficaz de ascender en la escala social (fuera de las ilegales, claro).
Los que hoy desde su acomodada posición social se escandalizan por el incremento de la delincuencia, proponen medidas represivas, y plantean que la solución está en más balas y más policías, deberían reflexionar si no tienen también parte de la culpa. No pretendo, por supuesto, justificar la delincuencia, algo que debería ser extirpado de cualquier sociedad. Pero ¿se habrán tratado de poner en el pellejo de algunos de esos desheredados cuyo único futuro es reproducir la miseria que padecieron en sus familias mientras ante sus ojos otros derrochan y malgastan? Más justicia social, más oportunidades para los pobres (vía, especialmente, una educación pública de calidad) y menos represión. Eso sería atacar la raíz del problema, y no las ramas, como están haciendo ahora.