Por: José Álvarez Alonso
Mi amigo ‘Puñuisiqui’ ( Alfonso Isampa, Kichwa-Alama) ya me tenía harto con sus remilgos a la hora de atracar con el bote en la orilla del alto Pucacuro. «Aquí no, más adelantito». Y otra vuelta con el lento ‘peque peque’ río arriba, sorteando palizadas… «No, ese lugar no me gusta, mejor buscamos más allá». Cuando acampábamos en medio del monte Puñuisiqui era si cabe más cuidadoso aún. Mientras yo buscaba un lugar más o menos plano y algo despejado para armar el mosquitero, él paraba mirando para arriba: escrutaba las copas con su ojo de águila, tanteaba los troncos de los árboles son su machete, daba la vuelta por aquí y por allá, para terminar diciendo que había que buscar otro lugar. Un día, cansado de tanto buscar sitio para acampar, le dije: «¿Qué tanto miras los árboles, si el lugar parece bueno?
Mi amigo Puñuisiqui me contó entonces una increíble historia: cuando era niño, estaba viajando por ese mismo río con sus padres, sus tíos y sus primos. Acamparon en un lugar en el bosque. En la noche se desató una tempestad, y en medio de la bulla de truenos y copas sacudidas por el viento, se oyó un tremendo estruendo, y luego gritos lastimeros. Cuando los papás del pequeño Puñuisiqui se levantaron a ver qué pasaba, descubrieron que un enorme y viejo árbol se había desplomado sobre el campamento; la familia completa de sus tíos y primos pereció aplastada por el árbol. Mi amigo Puñuisiqui nunca más volvió a acampar cerca de un árbol viejo o con aspecto poco sano, y yo nunca más protesté cuando me hizo cambiar de sitio para acampar.
No es la primera vez que escucho hablar de los accidentes provocados por la caída de árboles en la selva. Yo mismo me libré por un «pelo de motelo» de que me apretase una tremenda rama de árbol, que cayó a pocos metros de mí durante un ventarrón. En casi todas las comunidades hay historias de accidentes. La más increíble es la del legendario «Motelo», un mitayero de la comunidad de Libertad, en el curso medio del río Tigre: cuentan que la caída de un árbol lo «apretó» cuando estaba durmiendo en su campamento a varias horas de la orilla del río.
El buen hombre estuvo como tres o cuatro días atrapado sin poder mover más que un brazo, con el que -según contó luego- tomaba algo de agua de lluvia que juntaba en algunas hojas. La gente del pueblo lo comenzó a buscar al ver que no volvía; algunos montaraces siguieron su trocha y terminaron hallando su campamento y el árbol caído encima del mitayero perdido. De ahí su chapa de «Motelo», ya que según una conocida leyenda amazónica, este quelonio terrestre (Chelonoidis denticulata) es capaz de sobrevivir atrapado debajo de un tronco caído, y puede esperar años hasta que este se pudre y el animal puede salir caminando. El buen «Motelo» se salvó, pero no quiso a tentar otra vez a la suerte, y no volvió a acampar en el monte. «Una sola vez capan al gato», decía.
He escuchado a algunos gringos preguntar por qué a los amazónicos no les guste vivir rodeados de árboles o muy cerca del bosque (las casas en los países del norte sí suelen estar bien rodeadas de árboles). Pero los árboles de los bosques templados tienen profundas raíces y porte moderado, en comparación con los árboles amazónicos, que tienen raíces muy superficiales y pueden alcanzar fácilmente los 30 o 40 metros de altura. El bosque, junto con el río y las cochas, es el mejor aliado del amazónico, ciertamente, como fuente de recursos de todo tipo; pero no es un lugar tan adecuado para vivir, y sin duda está lleno de peligros. Eso ha sido así desde el origen de los tiempos: las evidencias arqueológicas y anatómicas indican que los primeros bípedos predecesores de los humanos evolucionaron en un ambiente de sabana, no propiamente boscoso, con árboles esparcidos y grandes áreas abiertas.
Cualquiera que haya estado internado por varias semanas en la selva seguro ha sufrido esa «opresión del bosque». Recuerdo en particular ese viaje al alto Pucacuro con Puñuisiqui, ‘Majo’ (Enrique Maynas) y mi hermano Suso. Estuvimos como dos semanas sin casi ver el sol, acampando en medio del bosque o en la orilla de pequeños afluentes. Cuando por fin salimos a un claro (un campamento de mitayeros en el medio Pucacuro) sentí una sensación de libertad y alivio indescriptible.
Según una reciente investigación, divulgada por National Geographic, la mayoría de las personas preferirían para vivir un paisaje abierto con árboles dispersos a otro cerrado con vegetación densa (un bosque). La explicación es simple: se sienten más seguros. Considerando que por varios millones de años los antecesores de los seres humanos fueron más presa que predador, la posibilidad de detectar con anticipación a un posible predador y huir de él no parece cosa trivial.
Los espacios amplios y abiertos, con pastos y árboles dispersos, nos conectan con las sabanas africanas en las que evolucionó la raza humana y, según han demostrado diversas investigaciones, producen en el hombre una sensación paz, tranquilidad y relajación, tan necesarias en el estresado mundo moderno. La vista humana, de hecho, está mejor adaptada a los espacios abiertos. El bosque cerrado era el lugar rico en recursos pero inseguro, donde los hombres quizás iban a cazar o cosechar frutos, pero no a descansar. No por gusto el salvapantallas de Windows no es un bello y evocador bosque, es un prado verde (¡dicen que es la foto más vista de la Historia…!).
El bosque continuó siendo un lugar peligroso y misterioso en las leyendas y mitos de la antigüedad, que pasaron a la literatura a través de los cuentos infantiles clásicos como Caperucita Roja o Pulgarcito. El bosque se tradujo luego en el hogar de brujas, duendes, lobos feroces y sátiros, y en la cultura amazónica, de Yacumamas, Chullachaquis y otros seres míticos. Hasta ahora vemos actitudes en la población cercanas a la ‘hilofobia’ o ‘xilofobia’, o miedo a los bosques.
Esa especie de hilofobia amazónica, lamentablemente, parece que se acentúa en algunos emigrantes a las ciudades amazónicas, donde evitan tener árboles cerca, o al menos no hacen nada por tenerlos. Lamentable, porque los árboles, además de proveer sombra, oxígeno, disfrute estético (son hábitat de aves, anfibios e insectos que nos alegran con sus cantos y colores), y según su especie, sabrosos frutos, nos conectan con la Naturaleza y con nuestro pasado, algo invalorable en nuestras congestionadas y desnaturalizadas ciudades.
Extraordinario articulo.