Escribe: Jhon Rivas.
La inseguridad ciudadana y el descontrol migratorio han dejado de ser problemas coyunturales para convertirse en una crisis estructural que paraliza el desarrollo de nuestro país. La violencia cotidiana ha normalizado lo inaceptable: extorsiones, sicariato y asaltos son ahora parte del paisaje urbano, mientras nuestras fronteras permanecen como territorios sin ley.
No podemos seguir postergando una reforma profunda del sistema de seguridad. Cuando los peruanos tenemos que calcular rutas “seguras” para volver a casa o pagar “cupos” para trabajar, es evidente que el Estado ha fracasado en su deber fundamental de protección. La segunda necesidad humana más importante según la psicología es precisamente la seguridad: sin ella, es imposible el desarrollo pleno de las personas y las sociedades.
Loreto, como otras regiones del país, se ha convertido en escenario de una inseguridad desbordante que afecta no solo a los sectores privilegiados sino principalmente a aquellos ciudadanos que día a día se esfuerzan por ganarse honradamente el sustento. Los delincuentes operan con impunidad, sabiendo que un sistema judicial ineficiente y unas leyes permisivas son sus mejores aliados.
La situación es particularmente indignante cuando observamos el trato diferenciado entre nacionales y extranjeros. Mientras nuestros compatriotas sufren humillaciones en fronteras extranjeras por la más mínima irregularidad documental, en nuestro territorio algunas personas foráneas delinquen abiertamente y hasta desafían a las autoridades sin consecuencias significativas. No se trata de xenofobia, sino de exigir la aplicación de reglas claras y justas para todos.
Necesitamos urgentemente una reforma legislativa integral que aborde esta crisis desde múltiples frentes. Primero, una reestructuración profunda de las instituciones vinculadas a la seguridad ciudadana: Policía Nacional, Ministerio Público y Poder Judicial requieren no solo mayor presupuesto sino también mecanismos efectivos de evaluación de desempeño y rendición de cuentas.
Segundo, debemos modernizar el sistema procesal penal para eliminar los vacíos que favorecen la impunidad. Los procedimientos especiales expeditivos para delitos flagrantes y la restricción de beneficios penitenciarios para delitos graves como extorsión y sicariato, deben ser prioritarios.
Tercero, es imperativo implementar una política migratoria coherente que garantice que quienes ingresan a nuestro país lo hagan respetando nuestras leyes. Un sistema biométrico obligatorio, verificación de antecedentes internacionales y unidades especializadas en puntos críticos de frontera son medidas indispensables.
Quienes confunden estas propuestas con autoritarismo olvidan que no existe verdadera libertad sin seguridad. No se trata de promover un Estado policial, sino de restablecer el imperio de la ley. La firmeza en la aplicación de normas claras no contradice los derechos humanos; por el contrario, los garantiza para la inmensa mayoría de ciudadanos que respetan la convivencia pacífica.
Un país sin seguridad es un país estancado. La inversión huye, el turismo desaparece, el emprendimiento se ahoga y la calidad de vida se deteriora. No podemos aspirar al desarrollo mientras vivimos encerrados por rejas y con miedo a transitar por nuestras propias calles.
Es hora de dejar atrás debates estériles y actuar con determinación. La seguridad ciudadana y una política migratoria funcional no son lujos; son condiciones básicas para la convivencia civilizada y el progreso colectivo. El Estado debe recuperar el monopolio legítimo de la fuerza y garantizar lo que nuestra Constitución promete: el derecho fundamental a vivir en paz.
La inacción ya no es opción. Cada día que postergamos estas reformas urgentes pagamos el precio en vidas truncadas y oportunidades perdidas. Nuestros ciudadanos merecen caminar sin miedo y desarrollar sus proyectos de vida en un entorno de tranquilidad. Es el momento de una reforma integral, firme y sin complejos que ponga la seguridad de los peruanos por encima de cualquier otra consideración.





