Por: Fernando Herman Moberg Tobies
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@FernandoMobergT
Cómo es posible que vivamos tan ajenos a la desigualdad e injusticia humana que permitimos justificándonos el sufrimiento, juzgamos desmedidos, y censuramos sin intentar conocer otra versión.
Se me acerca una persona, avanza hacia mí con su bicicleta que parece tener la misma edad de aquel hombre con cabello blanco que me mira fijamente, camina lento y su movilidad parece un bastón que le recuerda sus épocas en las que aún su cuerpo no temblaba. Me narra su pasado, se emociona saber que soy el nieto del gran amigo con quien trabajó y ya no está presente, es tanta la alegría que recorre por sus venas que repite lo feliz que se siente con este encuentro, la energía que rodea el ambiente influye a que mi interés esté al mismo nivel, quisiera saber de mi abuelo, conocer su historia, entender más de la línea de dónde vengo, el padre de mi padre, de quien poco sé y dicen que tengo mucho de él. Invito a Maurilio a caminar para conversar y llegar a algún lugar para comer, no se desprende de su bicicleta y avanzamos a su ritmo, escucho sus experiencias que se van apagando, no puedo desperdiciar su brillo, aquella sabiduría que solo el tiempo enseña a valorar.
Me cuenta su afición a la música clásica, la aventura que emprendió para lograr construir su propio violín y aprender a entonarlo, extraña la época del caucho y el majestuoso Iquitos de aquella época, donde los valores no eran cuestión de clase, era temple del pueblo, de su libre actuar, de su amor a una tierra donde los de afuera más allá de explotarla, la cuidaban e intentaban darle más belleza en agradecimiento a lo que les brindaba; hoy la basura acosa las calles que no solo contaminan el aire que compartimos, sino que borra la nobleza de ser una ciudad amazónica que tiene contacto con la naturaleza.
Sus ojos lucen como el cielo, infinitos y distantes, su voz retumba con autoridad de saber lo que habla y con armonía de comprender la perdición en la que anda el nuevo Iquitos, no juzga, solo compara y añora, revive y disfruta desconectarse hacia los días donde podía trabajar para vivir y no tenía que esperar misericordia de algún iluminado. Se queja de la fortaleza de su cuerpo, que lo condiciona a mendigar en los centros de salud del Estado por pastillas para que pueda tener una despedida sin tanta aflicción; suspira, nos detenemos, mira hacia el río que sigue su cauce a lo lejos, se queda en silencio, sin voltear la cabeza continúa hablando, me sorprende lo positivo que puede ser Maurilio a pesar de tantas crisis con las que tiene que convivir, no se deja llevar por el resentimiento, sin despertar emociones que solo le quitan la esperanza y la ilusión de vivir cada momento disfrutando todos los estímulos que captan su atención.
Dice que mi abuelo fue un gran hombre, siempre acompañado de una taza de café y algún libro interesante, determinado en compartir y enseñar sin compromisos, filosofaba la existencia buscando explicaciones para despertar a otros y desprendía su ambición al momento de dar la mano a otros. Compara mis ideas que escuchó en la entrevista de televisión de la que acabo de salir, con las que solía tener mi ascendente del cual tal vez pude heredar algunas pasiones.
Me entero de situaciones que jamás imaginé, logro atar ciertas características que no entendía porque se despiertan en mis reacciones, estoy muy agradecido, comenta que soy un revolucionario, río a carcajadas, estoy lejos de esa palabra que considero que no forma parte de mis intenciones, Maurilio me mira con una expresión de bondad y eterna paciencia: “Escuché lo que dijiste en la entrevista, dijiste tu apellido y me levanté para ir a buscarte al canal, era como oír en vida a tu abuelo cuando se quejaba de cómo podíamos comportarnos peor que los animales y que se supone que son una raza inferior a la nuestra, no hacemos nada para mejorar las circunstancias en las que pueda estar pasando nuestro prójimo. Tu abuelo era grande porque se tomaba el tiempo que no le sobraba para hacernos entender o ayudar a solucionar algo que nos angustiaba y nos ataba a ideas que no nos hacían mejor”.
Llegamos al restaurante donde suelo almorzar cada fin de semana, pedimos algo de tomar para saciar el cansancio, y estoy convencido que después de este bendecido día, los dos nos llevaremos algo para siempre en el alma.