Fernando Herman Moberg Tobies
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«A nosotros nos trataban como estorbo, vivíamos en la parte de atrás de la casa, pobre mi madrecita, mi abuela la trataba mal, nunca aceptó que mi padre se fijara en una mujer como ella, una mujer sencilla, humilde, con valores pero pobre, peor que a sirvientes nos trataban. A las justas lo veíamos una o dos veces a la semana, mi padre dormía adelante igual que la abuela y nosotros atrás, al fondo de la casa, como si fuéramos los empleados». Héctor se levanta, deja en la mesa la foto de su padre, se seca las lágrimas y camina hacia la ventana, llegó días atrás, la tristeza inunda cada uno de sus pensamientos, aún no logra procesar que podría ya no volver a verlo.
«Tu padre nunca tenía plata, cuando lo conocí era un guardia misio pero honrado, eso sí, un ejemplo de hombre, pero igual nunca le alcanzaba su sueldo, era un engreilón, le compraba todo tipo de juguetes a sus sobrinos ¡Cómo le querían! Era un hombre que se desvivía por los hijos de su hermana y cuando ustedes nacieron, fue igual y más». Siente un nudo en la garganta al evocar las palabras de su madre, mira hacia la calle por donde empujaba bidones de gasolina cuando era niño junto a su padre, siempre le gustó pasar el tiempo con él. Héctor da unos pasos, abre la puerta, sale de la casa y corre por la misma senda en donde en su infancia fue eternamente feliz, sin títulos ni estatus por ganar que lo alejaron de casa, recuerda los consejos, las vivencias impregnadas en cada latido de su corazón; las personas lo miran mientras pasa por las calles que antes eran de arena y hoy están llenas de asfalto; corre, corre intentando dejar atrás las imágenes del pasado que aparecen en su cabeza, su padre siempre fue condescendiente, justo y bondadoso; el día que descubrió cómo criaron a su progenitor, comprendió el desborde de atención y amor que recibió él junto con sus hermanos, su padre siempre actuaba intentado compensar el vacío que lo marcó cuando fue niño.
«Mi padre murió cuando éramos tiernos y las cosas empeoraron con la abuela. Mi madre nos dejó en la casa de mi tío y se fue a trabajar de profesora por la frontera, sólo venía una vez al año, en las vacaciones. En diciembre iba a esperarla en el puerto para recoger a mi madrecita y cargar su equipaje ¡Nunca había trabajado! una mujer de su casa, pero siguió, por eso yo no podía portarme mal, si tenía alguna mala amistad o ya me estaba desviando del estudio, recordaba el esfuerzo que hacia mi mamacita dejándonos solos y ahí me alejaba de toda tentación ¡Por eso hijo te digo que no es tan difícil portarse bien! Siempre recuerda el esfuerzo que hacemos tu mamá y yo para poder darte mejores oportunidades, antes de hacer cualquier cosa piensa en mí, en este viejo y verás que todo te ira bien». Héctor se detiene en la comisaría donde su padre trabajó los últimos años de servicio como miembro de la Honorable Guardia Civil del Perú, los policías que están parados en la puerta lo saludan, le preguntan si se encuentra bien, Héctor hace el ademán de sonreír para despreocuparlos y avanza, no puede desprenderse del huracán que se desató en sus emociones.
«Yo he trabajado desde los once años, cargaba agua en tinajas desde Sachachorro hasta la plaza 28 de Julio, luego en una fábrica de botones, luego de ayudante en el cine, en una ferretería, en una bodega, siempre mis jefes me daban consejos, me orientaban, me tenían mucho aprecio y yo los respetaba ¡Eso es fundamental! me daban alguna ropita, algún regalo para navidad, buenas personas eran, pero por supuesto hijo para eso uno siempre tiene que ser correcto, atento a lo que falta, necesitan de nosotros o algo que uno pueda aportar, esa actitud siempre ha hecho que nunca me cierren las puertas, incluso cuando estuve ya en la Marina y de ahí en la Guardia Civil nunca he tenido problemas con mis superiores». Se detiene en el malecón, mira cómo el sol se oculta en el horizonte, como si se introdujese dentro del río Amazonas, suspira, observa cómo surcan los peque peques y canoas, las personas regresan a sus hogares; sus padres vivieron en la Isla del Tigre, la odisea que pasaron bendijo sus caminos, él y todos sus hermanos nacieron en las entrañas de la Amazonía, fortalecieron sus educación sin ambición abismal que pisa y todo arrasa, generaron conciencia de armonía y generosidad sin aprovecharse excusando las necesidades por encima de todo, logrando forjar profesionales con éxito a nivel nacional e internacional.
«Si tú piensas sólo en el momento, la friegas, varias veces me ofrecieron pasar droga, me pidieron hacerme el que no mira nada ¡Pero NO! No podía manchar la confianza de tu madre, su esfuerzo y ustedes, mis hijos, si algo me pasaba ¿Quién los iba a mantener? ¿Qué ejemplo les iba a dar? ¡No hijo, hay que crecer de a pocos! Si se puede, bien, y si no, se vive dignamente, pero tranquilo, sin que nadie te levante el dedo o hable a tus espaldas». Héctor se sienta en la baranda del malecón, está cansado, agotado de todo lo que hace para mantener el camino del éxito en el sistema social económico en el cual está introducido todo el tiempo, viene una vez al año a ver a sus padres, no en fechas de celebraciones especiales, no en navidad, no para cumpleaños y a las justas se queda tres días o una semana como máximo. Desde que viajó a Europa, cada año se prometía que volvería, que dejaría todo y regresaría a sus raíces, pero salía algún proyecto interesante que captaba su motivación y lo volvía a alejar de su intención de regresar a la selva peruana.
«Mi padre tenía mucho dinero por herencia de mis abuelos, pero no le importábamos nosotros, no nos dejó nada a su familia, no sé mucho de él, me acuerdo poco, siento que nos quería a su forma». Agacha la cabeza, llora desconsoladamente, se lamenta por algunas de sus frías decisiones, su padre con él fue absolutamente todo lo contrario, ya se había jubilado cuando Héctor nació y todos sus hermanos ya eran mayores de edad, él lo cargaba cuando se levantaba de madrugada, con él paraba casi todo el día, lo recogía y llevaba al jardín, primaria y parte de la secundaria, le rezaba todas las noches antes de dormir, le compraba lo que quería siempre que estaba a su alcance, le llevaba panes a sus clases de reforzamiento, a comer cada fin de mes cuando cobraba, su padre intento en cada esfuerzo no dejar en sus hijos lo que a él le llevó varios años superar.
«Tu madre siempre fue una gran compañera, vamos ya más de cincuenta y ocho años de matrimonio, no es fácil, pero se tiene que hacer el esfuerzo, por eso hay que dedicarse a trabajar y a la familia, así no hay tiempo para hacer tonterías, si se asume una responsabilidad y otros dependen de ti, no nos podemos dar el lujo de perder el tiempo». La unidad es una característica principal que sus padres construyeron en ellos, vencieron los esquemas de los cuales provenían e intentaban todas las tardes pasarla juntos, hacer deporte, jugar bingo, conversar, contar historias, sembrar, cazar. Cuando se mudaron a vivir en Lima, en la época del terrorismo, los dos hermanos mayores de Héctor ya eran oficiales de la policía y trabajan cerca de donde vivían, su madre escuchó que había explotado un cochebomba en la comisaría, salió corriendo hasta el lugar, su padre tras de ella y los hijos encerrados en casa; cuando su última hermana nació, su padre tuvo que manejar el bote de noche con la madre adentro a punto de dar a luz en busca de una partera; vieron juntos cómo se incendió su casa, soportaron operaciones quirúrgicas complicadas, sobrevivieron juntos, y sabe que no soportarían alejarse.
Héctor se levanta, observa cómo oscurece la ciudad en la que sus primeros sueños se fueron cumpliendo, influenciados por el gran amor y gratitud que siempre le tuvo a su padre, considera nostálgico tener que crecer alejándose por quienes a veces uno lucha tanto, sus padres que no fueron como sus padres, perseveraron en conducirlos a lo que ellos no pudieron ser, lograron posicionar su sacrificio en convertir a niños nacidos en la chacra en un vocal nacional, en una directora de seguros nacional, un coronel, un mayor, una directora de escuela, una asistente ejecutiva y un escritor internacional.
Recibe una llamada, le confirman que ya todos sus hermanos se encuentran en la ciudad, se levanta, mira el cielo que empieza a llenarse de estrellas, suspira, camina de regreso a casa, se promete que no se alejará hasta que su padre reciba todo el amor que alguna vez se le fue negado.
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