Fernando Herman Moberg Tobies
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Hermann y Donalia avanzan de la mano, se agarran fuerte para no caer, el tiempo los está marchitando pero nada los separa, caminan mirando al piso y al frente, recorren por las calles donde su juventud quedó impregnada por los mismos lugares en donde antes sus cuerpos no estaban tan deteriorados por el cansancio y la enfermedad.
Pasan por una puerta con espejos y Donalia se mira, ha perdido su estatura y su rostro se ha llenado de arrugas que la recuerdan que ya está en la última etapa de su vida, aprieta la mano de su eterno compañero y éste la mira intentando comprender qué estará pensando su esposa, la sonríe con paciencia como lo ha hecho desde hace sesenta años, conoce cada reacción de Donalia y cree que el miedo crece en la mujer con la que quisiera partir simultáneamente, sin dejar dolor el uno a otro.
Hermann la abraza, Donalia sigue son su atención hacia la puerta con espejos, se toca el rostro, el bulto que crece en su espalda y siente como su piel se une a sus huesos. “Tranquila Donita sigues hermosa como el día que te conocí”, le dice Hermann, esta se pone en alerta, ha sido descubierta y no puede demostrar debilidad, hace una mueca de felicidad y vuelven a la marcha.
Avanzan y casi todo ha cambiado, las casas de sus amigos ahora son negocios o viven personas que ni conocen a los anteriores dueños, nadie saluda, los conductores en las esquinas no respetan y los apuran faltándoles el respeto.
Llegan al Malecón Tarapacá y recuerdan como el caudal se llevó cuadras enteras, aparecen imágenes de la infancia, Hermann y Donalia se quedan en silencio, observando las nubes, la selva, el río, sus pensamientos vuelven a cuando tenían cada uno a su madre viva, añoran verlas, siguen de la mano, unidos y al mismo tiempo desconectados, cada uno en un viaje mental al pasado que se va despidiendo.
“¿Viejo, te acuerdas cuando dejamos la Isla del Tigre? Qué bonita era la vida en la chacra, nuestros hijos juntos, comida y amigos, mucha felicidad, no había delincuencia, asesinatos, ni tanta maldad que se ve en la ciudad, mi corazón se ha quedado en varios lugares”, refiere Donalia.
“Bonita vida era Donita, extraño mi puesto en la frontera, mi bote 12 de Agosto, servir a mi Patria, mi uniforme de la Guardia Civil, jugar con mis hijos, verlos crecer, cómo pasa el tiempo”, responde Hermann.
Caminan de regreso a casa, se ha abierto un vacío que no permite que fluyan palabras, no se sueltan la mano pero sus pasos parecen automáticos. Donalia se detiene: “Hermann tú te tienes que morir primero, yo no soportaría vivir sin ti ¿qué haría? mis padres están muertos, nuestros amigos van muriendo uno tras otro, nuestros hijos ya tienen familia y nosotros dos estamos prácticamente solos, yo quiero morirme antes que tú”.
“Tranquila hija ¡qué pasa! vamos a morir juntos, eso va a ser el regalo que dios nos dará por haber sido buenos hijos, porque el día que tú te vayas, a las horas o máximo al día siguiente yo estaré contigo Donita”, le dice Hermann sonriendo.
Donalia se pone a llorar, Hermann la abraza, comprende la situación que están pasando su esposa, murió su prima, su cuñada, su vecina, su hermano, su comadre, su compadre, las noticias han sobrecargado sus emociones, su salud no es favorable y en cualquier momento quizás podría quedar invalida por una hernia que tiene en la médula espinal, y le destroza el alma que Hermann ya no pueda ver por un ojo.
Vuelven a la ruta con mejor energía, como si hubieran logrado dejar un poco la carga que llevan, Donalia empieza a contar historias que le causan mucha alegría y el ambiente empieza a mejorar. Llegan contentos a casa, escuchan música y se ponen a bailar, su familiares dejan sus quehaceres y los rodean con palmas y palabras de aliento, Donalia se mueve de arriba hacia abajo y Hermann le sigue el paso, gozan la música, los años vividos, se mueven como cuando la juventud llenaba sus sueños, recuerdan cada situación de la que salieron triunfantes, valoran sus sacrificios y entrega al servicio del prójimo, bailan intentando decirle a sus cuerpos enfermos que no se dejarán vencer tan fácilmente.
Amanece y tienen que partir a la capital para seguir hasta el norte del país para el entierro del hermano de Donalia, los nietos cargan las maletas, las hijas los terminan de ayudar a que se vistan, las bisnietas corren de un lado a otro gritando los nombres de sus bisabuelos. Donalia y Hermann suben al carro, su familia entristece, saben que cada segundo que pasa, se alejan.
Suben al auto con ayuda, el tiempo los ha cambiado, los ha vuelto frágiles. Lágrimas aparecen en la familia y el nudo en la garganta se vuelve insoportable, consideran que en cualquier momento ya no podrían estar.
En el aeropuerto les ofrecen silla de ruedas, no aceptan, responden que pueden caminar juntos, Hermann cargando una mochila y Donalia con un bolso en el hombro suben al avión, ya con sus casacas puestas, listos para el frío de Lima. Se sientan, persignan y rezan antes de que el avión despegue, como lo hacen en todos sus viajes por el mundo, comen chicle y se quedan dormidos.
Sus hijos los esperan en el aeropuerto, tienen una hora antes de que sus padres tomen el siguiente avión hacia Piura, quieren demostrarles el gran amor y gratitud que sienten hacia ellos, en especial en momentos críticos como por el que están pasando en este momento. Hermann les cuenta cómo su madre bailó en la casa de Iquitos después que salieron e caminar como cuando eran novios y todos están contentos.
“Hijos dejen de preocuparse, yo les pregunto ¿ustedes están bien? y la respuesta es ¡SÍ! les va muy bien, y ¿quién les ha criado? ¡Yo!, entonces, yo sé estar bien, muy bien sola con su padre, así qué no se estén preocupando por nosotros, por favor, no descuiden sus trabajos, eso nunca hijos”, asienta Donalia haciendo poses de fuerza como una fisicoculturista para hacer reír a sus hijos.
Llegan a Piura, negocian con un taxista para que los lleve a más de dos horas hasta el pueblo donde está su hermano fallecido por el cáncer. Donalia conversa con el chofer, le cuenta de Iquitos, de su vida en la Isla del Tigre, de cómo vivió en la época del terrorismo en Lima teniendo a dos hijos oficiales de la policía en acción, le cuenta de sus negocios en la chacra y luego de su chupetería en la ciudad, de cómo su obsesión por el ahorro le permitió una vida cómoda ahora a diferencia de cuando era niña y era muy pobre. Le narra de su viaje conociendo el Perú, Japón, México, Estados Unidos, Colombia, Argentina, Ecuador, y de lo que piensa hacer a pesar de que pronto tal vez ya no pueda caminar. El taxista sólo responde: “Mire señito es toda una mujer guerrera”, Donalia contesta: “Recuerde señor, que soy de la selva”.
Saluda a la familia de su hermano, se acerca al ataúd, aparece en su pensamiento el rostro de su padre, todos están observándola, se da cuenta y se seca las lágrimas, Hermann no deja de mirarla, Donalia se despide: “Hermano, cómo pues será la vida, pero tenemos que irnos, dejamos gran dolor a la familia que nos quiere seguir viendo, pero así es. Hemos cumplido, pero siempre hay un vacío que no se llega a llenar, que siempre está ahí, algo que falta, hermano hoy te vas, veo a tu familia realizada ¡buen trabajo! estoy orgullosa que hayamos logrado demostrar las buenas enseñanzas de nuestro padre ¡adiós hermano! ya nos vemos pronto”.
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