Como ya es habitual, pues todos los años a esta altura del calendario se producen inundaciones en distintos puntos del territorio loretano, han comenzado a llegar reportes de los estragos que causan a su paso las aguas crecidas de ríos cuyos cauces quedan estrechos para el enorme caudal de agua que se acumula durante la época de lluvias.
Este año no ha sido una excepción. Pese a ser uno de los menos lluviosos de los últimos tiempos, las últimas lluvias de la temporada han sido suficientes para dar la impresión de que estamos viviendo una tragedia extraordinaria.
Por citar un ejemplo, en el caso de Yurimaguas, las cifras sobre la cantidad de familias y personas afectadas, de viviendas destruidas, de hectáreas de cultivos perdidos y de animales muertos no son definitivas y las diferencias se deben más al lugar que se ocupa que a la realidad. En todo caso son suficientes para considerar que estamos ante un grave problema ante el que, como también ya es muy previsible por lo habitua, ya se han desencadenado las ya consabidas disputas alrededor de la administración de los recursos destinados a afrontar tanto estrago.
Para afrontar tales problemas y sus muy previsibles consecuencias, hace ya más de cinco décadas -mucho antes de que se ponga de moda la fraseología ambientalista- se recomendó la adopción de políticas económicas, demográficas y ecológicas tendientes a contrarrestar o por lo menos reducir tragedias como las que ahora sufrimos. La atención que tales advertencias recibieron fue, como ahora se puede comprobar, prácticamente nula.
Pese a todo, no es aceptable que nos habituemos a convivir con creciente naturalidad con las causas y con las consecuencias de las inundaciones. Así como vale la pena insistir en la necesidad de asumir la defensa del medio ambiente como algo más que un discurso demagógico, vale también la pena mantener vivo el espíritu de solidaridad que hace falta para que toda la gente que hoy sufre por las inundaciones, cuente con la mucha ayuda que necesita.