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La última charapa de Pacococha

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Por: José Álvarez Alonso

Don Heber Gipa Chimbo, apu de la comunidad de Morón Isla, en el alto Napo, me contó una aventura que le sucedió hace unos siete años. Estaba con su hermano templando su trampa en el canto del caño de la cocha Pacococha, cercana a su comunidad, cuando observaron algo negro rebalsando en la orilla, en un tamalón hojarascal. Su narración, estilo loretano, estuvo acompañada de gestos, poses, ruidos y detalles que es imposible transcribir aquí.
“Mira, parece una bandeja volteada”, le dijo su hermano a don Herber.
“¿Quién la ha podido botar” Le dijo Heber. “Si está boyando debe estar buena, no parece que tiene hueco”.
Se acercaron remando y entonces vieron que por un costado asomaba algo como una cabeza, porque las ronsapas le estaban rondando.
“Mira ve, parece una taricaya o charapa”, le dijo su hermano, que iba en la proa.
“Charapa es, tremenda grande parece”, le contestó Heber. “Chápala, pe”.
“Esto es sumidero, no toco el fondo con el remo”, le dijo su hermano. “Voy a ver si la puedo jalar”.
El hermano trató de jalarla con el remo hacia la canoa, pero el animal se comenzó a mover y pataleó para sumirse en el hojarascal, espumeando. Por más que trataron de sujetarla, tal era su fuerza que se les escurrió debajo del tamalón, entre el gramalote, el piri piri y el tabaco lagarto.
Se quedaron mirando de pena de que un animal tan raro se les hubiese escapado.
“Este animal para aquí, escuché que cuando están muy gordas las carapas así boyan, seguro que mañana está aquí otra vez”, comentó don Heber.
Volvieron al día siguiente y, efectivamente, de nuevo estaba por allá cerca la charapa boyando con su cabeza rodeada de ronsapas. Esta vez venían preparados, habían traído su retrocarga y de un tiro la inmovilizaron.
Hacía muchos años que no se veía una charapa por esa comunidad. De hecho, don Heber no había visto nunca una, y ni estaba muy seguro si era hembra o macho (conocido como capitari). Por el tamaño juzgó que seguro era hembra (le habían dicho que los capitaris son bastante más pequeños que las hembras), aunque no tenía huevos, como comprobaron al abrirla. Y no tenía esa hendidura que los machos de los motelos tienen en el pecho para poder montar a las hembras, eso sí sabía.
Al día siguiente, unas vueltas más abajo del río Napo, escuché más noticias de las charapas. En Tacsha Curaray encontré a una señora vendiendo huevos de charapa. Según me contó, su esposo había encontrado un nido en una playa un poco más arriba de esta localidad. La gente se arremolinó para comprar huevos, a sol cada uno. Más abajo todavía, en Nueva Floresta, conversé con José Ruiz Alvarado. Me contó que en su comunidad, donde hay más de medio centenar de cochas de diferente tamaño, muchas de ellas internas e inaccesibles desde el río, todavía hay taricaya en buenos números, y alguna que otra charapa, además alguna vacamarina, paiches y otros pescados diversos.
Don José cuida un par de cochas cerca de su casa donde no deja entrar a nadie a sacar las taricayas. En una de ellas, llamada cocha Rosario, me contó que había estado repoblando con taricayitas que había ido atrapando en sus trampas en los últimos años, y ahora calculaba que habría no menos de 500 taricayas. Una iniciativa loable que esperemos que cunda entre otros Napurunas.
Sin embargo, me indicó que un hermano suyo había comprado una red grande, de las que llaman “mallón”, con la que se dedicaba a saquear las cochas, incluyendo las taricayas. “Hace pocos días sacó un saco de taricayas de una de las cochas y las llevó a vender a Negro Urco”, me dijo. Pese a que en la comunidad le habían llamado la atención a su hermano, parece que nadie tiene autoridad suficiente para impedir esa actividad.
Otros pobladores me informaron también que, además de nidos de taricaya, de cuando en cuando se encuentra alguno de charapa en las playas del alto Napo. Hace unos días un poblador de la zona encontró por casualidad a una charapa hembra que había salido en la noche a poner sus huevos y, al tratar de volver al río, se había caído en un pequeño barranco y quedó panza arriba, incapaz de voltearse, circunstancia que fue aprovechada por el morador para llevarla a su casa.
En las charlas que doy en las comunidades siempre les suelo citar un fragmento de la crónica del Padre Fray Gaspar de Carvajal, fraile dominico que acompañó en 1542 al grupo de españoles que, al mando de Francisco de Orellana, descendió por el Napo y el Amazonas hasta su desembocadura. En un pueblo del Napo, que bien pudo ser cualquiera de los que visitamos en este viaje, aguas debajo de Santa Clotilde, cuenta que “había muy gran cantidad de comida, ansí de tortugas, en corrales y albergues de agua, y mucha carne y pescado y bizcocho, y esto tanto en abundancia, que había para comer un real de mil hombres un año”. Suelo preguntarles a mis oyentes si ahora tendrían comida como para dar de comer siquiera a unas docenas de hombres por unos días: “Ni para nosotros tenemos”, me responden invariablemente.
Apenas un siglo más tarde, en 1660, el portugués Pedro Texeira surcó desde Belén do Pará hasta Quito, y también quedó impresionado por la abundancia de las tortugas charapas, como describe en este fragmento: “Los indígenas cogen estas tortugas con tanta abundancia, que no hay corral de estos que no tenga de cien tortugas para arriba, con que jamás saben estas gentes qué cosa sea hambre”.
Hoy la desnutrición crónica infantil entre las comunidades indígenas ronda el 55 %, y la anemia afecta al 70 % de los niños. Las políticas públicas (distribución de sulfato ferroso en gotas, alimentación suplementaria a través de programas como Wasi Micuna, anteriormente Qali Warma, entre otros) no han ayudado a mitigar esa lacra. La solución probablemente esté en recuperar los recursos que constituyeron en el pasado las fuentes de proteínas y grasas para las comunidades indígenas, como los quelonios acuáticos, charapas y taricayas, los recursos pesqueros y la fauna silvestre. Y eso es posible, como han demostrado las comunidades de áreas protegidas como la Reserva Nacional Pacaya Samiria, desde donde escribo esta nota y donde las comunidades han logrado en buena medida recuperar las poblaciones de taricaya y charapa, y hoy se benefician de la cosecha de cientos de miles de huevos y crías de taricaya para el mercado de mascotas, por citar un solo recurso. También se han recuperado en buena medida las poblaciones de paiche y otros peces, de aguaje y de fauna silvestre, recursos que representan la principal fuente de ingresos y de alimento para la población local.

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