Por: José Álvarez Alonso
Corría el año 1996, y me encontraba en la Reserva Nacional Pacaya-Samiria con el equipo de Alejandro Guerrero, que estaba filmando el documental «La Selva de los Espejos.» Un día nos habíamos acomodado en el puesto de vigilancia – estación biológica- de Pithecia, en el alto Samiria; como a las 4.30 de la madrugada, nos despertó un sonido estruendoso, casi aterrador en las penumbras de la selva. Todos los del equipo, mayormente limeños, me preguntaron qué bicho podía hacer tal ruido. Yo sabía que no podía ser ningún animal, así que me levanté y me asomé fuera de la casa. En la orilla del puerto estaba Ráder Cachalagarto, el famoso Ráder, uno de los guardaparques más respetados de la reserva, con un pedazo de una gruesa manguera en la boca, tronándole a la vida, a la luna y a todos los sapos y tuhuayos que se desgañitaban a esa hora de la madrugada (otro día les contaré la historia de su curioso apodo). Me informaron luego los otros guardaparques que el buen Ráder todos los días hacía lo mismo a esa hora; claro que en el monte la gente se acuesta muy temprano, y a las 4 am ya están despiertos. No ocurría lo mismo con los visitantes, que aunque se rieron de la broma, le prohibieron al buen Ráder tocar su manguera mientras la expedición permaneciese en la estación.
Cuando una persona como Ráder vive sólo o con su familia en medio de la selva, puede hacer lo que le viene en gana, tener cualquier comportamiento -como tocar su sacha-trompeta en la madrugada- porque no molesta a nadie. Pero lo que no puede hacer Ráder, ni nadie, es venir a la ciudad y hacer lo propio. En cualquier parte del mundo, sea en África, Asia o América, hay reglas de conducta y leyes muy claras sobre lo que se puede y lo que no se puede hacer en una ciudad. Es norma universal, desde que el hombre comenzó a vivir junto a otros hombres, que el derecho de uno acaba donde empieza el derecho del otro.
Sin embargo, vemos que mucha de la gente que habita este gran barrio amazónico que es Iquitos parece que no se ha sacado la chacra de su «dentro». Algunos, o muchos, siguen comportándose como si viviesen solos en medio del monte, sin el mínimo respeto por sus vecinos y semejantes, ni por algunas de las normas básicas de convivencia.
Cada lector tendrá seguro mil ejemplos y anécdotas sobre esto: desde la gente que se orina en cualquier sitio, bota su basura donde le place, y ocupa espacios públicos para hacer cosas inverosímiles, hasta el que en su casa pone la música de su equipo a todo volumen a cualquier hora, sin tener en cuenta que los de al lado pueden querer dormir, o estudiar, o lo que sea. Ni hablar de la forma en que manejan algunos por las calles: parece que la pista es solo suya, la «mezquinan» como si estuviesen huasca, pasándose de carril sin mirar al costado, o circulando por entre dos carriles a paso de motelo artrítico, obstaculizando el tránsito… Y cuando alguien les reclama por su falta de respeto al otro, reaccionan coléricamente, como si estuviesen en todo su derecho…
Derechos vs. Deberes
No cabe duda que en las últimas décadas se han empoderado mucho las clases populares en el Perú, y hoy son más conscientes de sus derechos como seres humanos y como ciudadanos; y los defienden con ardor, lo cual está muy bien. Sin embargo, este empoderamiento de derechos -hijo del Velasquismo, de algunos partidos de izquierda, y de ciertas ONG- no ha ido paralelo con la educación sobre los deberes cívicos, sobre los que hay mucha, mucha ignorancia, además de otras cosas.
La base sobre la que se cimienta cualquier sociedad es la protección del bien común y el respeto a los derechos del otro. Sin eso no hay convivencia posible. Las sociedades más evolucionadas y eficientes (o «desarrolladas» como se dice hoy día) son aquéllas en las que el respeto por el bien común y las normas de convivencia (traducido en normas o leyes) llega a los niveles más altos. Los ciudadanos de los países nórdicos (los más avanzados en términos socioeconómicos), por ejemplo, son escrupulosamente respetuosos de las leyes y normas de convivencia, y denuncian sin dudarlo a quien viola hasta el más mínimo reglamento, aunque sea su vecino. Y en contraste, las sociedades más ineficientes, inviables, «subdesarrolladas» o «atrasadas» son aquéllas en las que cada cual hace lo que le viene en gana y nadie o muy pocos respetan la ley.
Un vistazo a lo que ocurre en nuestra ciudad y nuestra región nos brinda un panorama ciertamente deprimente en este aspecto. Son cada vez más generalizadas las actitudes de desprecio hacia el bien común, de «egoísmo social», de irrespeto por las normas más básicas de convivencia. Pisar Iquitos es presenciar en primer plano el irrespeto absoluto por algunas de las normas básicas de convivencia: ver a un motorista o motocarrista aturdiendo a todo el mundo a su paso con el tubo de escape privado del silenciador intencionadamente, a un morador arrojar basura inopinadamente a la vía pública, o a un negocio o local partidario atronando cuatro cuadras a la redonda con su parlante o altavoz, es un signo de lo que le falta todavía a esta ciudad por caminar en la larga ruta hacia el desarrollo.
No cabe duda que nuestro pueblo es depositario de extraordinarios valores humanos. La generosidad y hospitalidad del amazónico son casi legendarias, y ni hablar de la tolerancia, la amabilidad y la servicialidad, de las que también es pródiga la sociedad amazónica. Sin embargo, algunos estos valores tradicionales, si bien aparecen ocasionalmente en situaciones de emergencia, son cada vez más escasos en las situaciones de cotidiana convivencia en medio del hacinamiento de las ciudades y pueblos grandes. Cada vez existe menos solidaridad, generosidad, desprendimiento. La gente se ha endurecido, ha copiado algunos rasgos del individualismo más feroz de las civilizaciones nórdicas, sin imitar algunas de sus virtudes de respeto a las normas, lo que podría equilibrar un poco la balanza para hacer la ciudad más habitable. Algunos predicen que si siguen empeorando así las cosas, la calidad de vida en Iquitos seguirá decayendo hasta niveles insoportables, tal como ha ocurrido en algunas mega-urbes latinoamericanas. ¿Quo vadis, Iquitos?