Por: Adolfo Ramírez del Aguila.
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– Hoy Viernes Santo, entreguemos la propia vida sin miedo al poder abusivo.
Y llegamos al viernes, toda una semana muy movida, veamos. Domingo de Ramos, una revuelta con olor a multitud, en donde Jesús había interpretado, que era el momento de actuar, no con las espadas, sino con las armas del amor, la verdad y la justicia. Lunes, martes y miércoles, días tensos después del incidente del templo; el Nazareno y los suyos eran buscados por los servicios de seguridad de Caifás y Anás, por atreverse a desestabilizar el sacro orden religioso y político en torno al Templo de Jerusalén.
El jueves, día de la Cena Pascual. La orden de captura estaba dada y Judas ya había negociado la traición. Era cuestión de horas y el apresamiento era un hecho. Jesús y los suyos que habían estado escondidos en Betania en la casa de Simón el leproso, entraron a Jerusalén de una manera clandestina, y en un lugar secreto, compartieron la cena pascual. Seguramente, la comida sabía a desabrida por la tensión de la persecución que pendía sobre sus cabezas; pero Jesús animaba a los suyos, para no perder la esperanza en una acción extraordinaria de Dios, como ya lo había hecho en el pasado, abriendo el Mar Rojo.
Ese jueves en la noche, fue la primera Misa por así decirlo, porque Jesús se entregó a la voluntad de Dios, como un pan que se come y un vino que se bebe. Los suyos, hombres y mujeres desarmados, creían en Jesús, en su poder mesiánico, cada uno a su manera. En esa comida, en donde se actualizaba la Pascua, Jesús se convertía en el Cordero degollado, porque los guardias le tenían ya el paso marcado. Jesús amó a los suyos y les lavó los pies, como señal de un sacerdocio de servicio. Como los pasos de los guardias del templo se oían ya cercanos, fueron a esconderse al Monte de los Olivos, como esperando una señal del cielo para la liberación definitiva, la Nueva Pascua.
Y llegamos al viernes. Un día de miércoles en realidad. En la tensa espera de una acción extraordinaria de la justicia de Dios a favor de los pobres y miserables de Israel, Jesús y los suyos, cayeron en una redada policial, gracias a la traición de uno del grupo. Y Jesús tuvo que entregarse para salvar el pellejo de sus discípulos, poniendo en las manos de Dios su destino. Pedro en especial, intentó defender a Jesús con la espada desenvainada, hiriendo a un soldado; Jesús optó por la vía no armada y el amor a los enemigos, ordenando en el acto que las espadas vuelvan a su lugar.
En medio de la confusión y los forcejeos, el Galileo fue apresado sin más resistencias ni derramamientos de sangre. De ahora en adelante, la vida de Jesús corría peligro, pues sus enemigos declarados, tenían el sartén por el mango, o mejor todo el sartén completo. Primero, fue llevado ante el todopodero ex-Sumo Sacerdote Anás, dueño de la economía del templo; y como ya nos imaginamos, la comparecencia no fue tan cordial. Jesús no se quedó callado y le echó en cara sus crímenes y corrupciones, no en vano, le hizo perder el control recibiendo de esta autoridad corrupta, un escupitazo y una bofetada en la cara.
Paralelo a ello, sus seguidores empezaron a ser buscados. Pedro, la mano derecha de Jesús, el segundo cabecilla del grupo, el primer Papa para nosotros, niega a Jesús miserablemente, por miedo quizá ante lo inminente. Con este suceso de Pedro, quedará demostrado para siempre, que no basta estar cerca de Jesús para considerarse de los suyos, no basta bautizarse para ser cristiano, hay que asumir el proyecto de Dios, así esa decisión haga correr en peligro nuestro propio pellejo. Claro, Pedro se bautizó posteriormente en el fuego del Espíritu del Resucitado, rectificando sus caminos, convirtiéndose, para finalmente entregar su propia vida a la causa del Reino, muriendo también crucificado como Jesús. La cruz, desde ese primer Viernes Santo, es el verdadero trono para cualquiera que quiera ocupar un puesto en la Iglesia.
Ante el fracaso y la persecución, Judas será la otra historia del discipulado, de los que estamos muy metidos en el proyecto de Jesús, y lo queremos manipular a nuestro antojo, hasta traicionando la causa, para luego abandonarlo como cobardes. Preferimos desaparecer del mapa, invisibilizarnos, para no asumir la conversión que exige el Reino de Dios. Somos muchos los cristianos que nos parecemos a Judas, nos escondemos hasta al final de nuestras vidas, sin pena ni gloria, sin ser ni chicha ni limonada, abandonados en un verdadero suicidio existencial.
Volviendo a Jesús, nuestro máximo referente de discipulado. En un juicio digno de un poder judicial corrupto, compareció ante sus acusadores que eran a la vez sus jueces y sus verdugos, todo un tinglado amañado por los poderosos de ese entonces. El siervo de Dios, el que se hacía llamar Mesías, fue condenado por el Sanedrín a la pena capital, por blasfemo y por haberse burlado del orden religioso de ese entonces.
El Sanedrín judío, una especie de instancia religiosa que velaba por la pureza de la doctrina, condenó a Jesús a muerte. Según la ley de Moisés, un blasfemo debería de morir lapidado o sea apedreado. Para evitar que el pueblo se levante contra esta decisión poco popular, los líderes religiosos, antes que Pilatos, se lavaron primero las manos y pasaron la papa caliente al poder romano para que lo ejecutara de otra manera.
Pero Poncio Pilatos, influenciado por su mujer, optó por deshacerse de Jesús y lo envió a Herodes. Herodes también se lavó las manos y lo devolvió. Por eso en el ideario popular, cuando nos pelotean o nos ningunean, decimos: “de Pilato a Herodes, de Herodes a Pilatos”. Al final de este laberinto de poder frente al expediente judicial de este tal Jesús, después de una artimaña política muy astuta, hicieron decidir al mismo pueblo manipulado, para que se diera la sentencia final: LA MUERTE POR CRUCIFIXION.
En este viernes con olor a muerte, sigamos el camino de la cruz (vía crucis) superando nuestra visión meramente religiosa y litúrgica del acto. Hagamos que este gran día, no sea un simple acto teatral, pues, el mundo está lleno de dificultades, de cruces, de calvarios que nos invitan a actualiza la Pasión y Muerte de Cristo, como única estrategia pastoral para llegar a la Resurrección. Amén.