David Tuesta, presidente del Consejo Privado de Competitividad
La inversión pública no es un fin en sí mismo. Es un instrumento. Un mecanismo diseñado para resolver fallas de provisión, cerrar brechas de bienestar y garantizar que el Estado llegue donde el mercado no puede o no quiere llegar. Su propósito esencial es sencillo y a la vez profundo: mejorar la vida de las personas. Sin embargo, cuando revisamos el balance de la inversión pública en Loreto a octubre de 2025, lo que encontramos es una gran distancia entre el diseño conceptual y la realidad concreta. Una distancia que se traduce en peores servicios para los ciudadanos.
Este año, Loreto cuenta con un Presupuesto Institucional Modificado (PIM) de S/ 2.636 millones, superior al de 2024. El Gobierno Nacional incrementó su asignación en +87% y los gobiernos locales en +14%. Aun así, el Gobierno Regional —que debería articular y liderar la estrategia territorial— redujo su presupuesto en 10%. En conjunto, la región ejecutó 62% de sus recursos, un desempeño casi alineado al promedio nacional. Pero aquí emerge el problema central: no se trata de cuánto se ejecuta, sino de cuánto cambia la vida de la gente como resultado de esa ejecución.
El concepto moderno de inversión pública, respaldado por la literatura económica, insiste en dos pilares: (i) calidad del gasto y (ii) valor público generado. Es decir, cuánto bienestar adicional produce cada sol invertido. Cuando la ejecución no se traduce en mejores servicios, la inversión pública pierde su razón de ser. Y eso es exactamente lo que está ocurriendo en Loreto.
A pesar de años de recursos crecientes, apenas 28,2% de la red vial está pavimentada, manteniendo a vastas zonas en aislamiento físico. Solo 7% de los locales escolares dispone de servicios básicos, el nivel más bajo de todo el país. En salud, apenas 2,7% de establecimientos tiene capacidad instalada adecuada. Y en saneamiento, la cobertura de alcantarillado se ubica en 34%, un retroceso respecto a 2019. Estos indicadores son más que números: son la evidencia de que el Estado está fallando en su obligación mínima de dar servicios esenciales.
A esta precariedad se suma un patrón de inacción que erosiona cualquier posibilidad de avance. Loreto mantiene 403 proyectos sin ejecución, casi una cuarta parte del total, y 46 obras paralizadas, pese a que las necesidades básicas están lejos de cubrirse. El 45% de proyectos no reporta avance físico, revelando debilidad institucional y opacidad. La variación de costos alcanza un inquietante 123%, y los retrasos promedian 342 días, llegando a más de 1.300 días en proyectos bajo responsabilidad del Gobierno Regional.
Nada de esto es consecuencia de falta de presupuesto. Es consecuencia de falta de gestión. La teoría económica del sector público lo anticipa: cuando los incentivos no están alineados, cuando las capacidades institucionales son bajas y cuando los sistemas de control no funcionan, la inversión pública se convierte en un ritual administrativo, no en una política de desarrollo.
El caso de Loreto es paradigmático. Una región con recursos naturales abundantes, potencial logístico y un enorme capital humano joven permanece atrapada en un esquema donde el gasto no se traduce en servicios. Yurimaguas, por ejemplo, incrementó en 57% su presupuesto, pero solo ejecutó la mitad. Mientras tanto, otras municipalidades retroceden tanto en asignación como en ejecución. No hay consistencia estratégica, no hay continuidad y, sobre todo, no hay enfoque ciudadano.
Si queremos que la inversión pública cumpla su función original —ser la columna vertebral del bienestar, especialmente en regiones donde el Estado es prácticamente el único proveedor de servicios—, necesitamos cambios urgentes. Tres, en particular: planificación basada en evidencia, profesionalización de la gestión de inversiones y transparencia real sobre resultados, no solo sobre montos ejecutados.





