Estábamos viajando en nuestro ‘peque peque’ por las comunidades Xibiar (hoy los llaman Achuar) del alto Corrientes, supervisando botiquines comunales y capacitando a los promotores de salud. Cerca de la Comunidad de San José atracamos en una casa solitaria, habitada por una señora con varios niños pequeños. Se trataba de la madre de Henderson Rengifo Hualinga, respetado dirigente de AIDESEP, la organización indígena más representativa de la Amazonía peruana. Su hijo, adolescente en ese tiempo (principios de los años 90), estaba estudiando secundaria en el internado de Intuto, en el río Tigre.
La señora me contó que vivía apartada del pueblo porque estaba criando chanchos, con los que sacaba adelante a sus hijos. Los animales buscaban su alimento por el bosque cercano y no molestaban las chacras de nadie; a ciertas horas se acercaban a la casa a recibir su ración de yuca. Todo iba muy bien hasta que un mañoso otorongo aprendió que era más fácil cazar un chancho chusco que enfrentarse con una manada de furiosas huanganas, y comenzó a atacar a los chanchitos de la buena señora Hualinga.
«Ayer en la noche me mató aquí detrás una hermosa pashna», se lamentó la señora. «Esta noche segurito que vuelve a comer, la chancha era bien grande y no pudo comer más que un cuarto. Por favor, ‘yatsuru’ (hermano), quédese y ayúdeme a matarla, está acabando con mis animalitos, que son el único sustento para mí y para mis hijos».
De verdad que se me encogió el corazón, ver a esa abnegada señora impotente frente al poder de un otorongo en medio de la selva. Lamentablemente no soy buen cazador en la selva, más bien, nulo, ‘afasi’, y así le expliqué a la señora, que no era yo la persona indicada para acabar con el dañino animal. Ella insistió casi llorando, y yo llorando por dentro tuve que declinar, consciente de mi impotencia cinegética. Le prometí, sin embargo, avisar del problema en el pueblo más abajo, para que el Apu enviase a algún bizarro mitayero que acabase con la fiera.
No fue la primera ni única vez que comprobé los perjuicios causados por el jaguar. En la comunidad Quichwa-Alama de Santa Elena, en el curso alto del río Tigre, algunas familias se dedicaban en esa época a criar chanchos en la enorme isla que queda en medio de la tipishca del mismo nombre, justo frente a la comunidad. La protección del agua daba seguridad a los chanchos, que corrían libres por el bosque comiendo huayos de huiririma, ñejilla y otros frutales abundantes en la zona. Las cosas iban muy bien por algunos años, los chanchos habían aumentado hasta cerca de 500, entre grandes y chicos. Hasta que un otorongo aprendió cómo cruzar la cocha y comenzó a atacar en las noches. Chimbaba desde la tahuampa cercana y mataba un chancho cada dos o tres días. Las huellas mostraban que era un poderoso animal, probablemente un adulto que ya había conocido al hombre y sabía cómo evitarlo
La gente le hizo guardia por meses y en varios lugares, sin resultado. El animal era bien mañoso y nunca volvía a comer del mismo chancho que había matado antes; había tantos y era tan fácil cazarlos… Luego de decenas de ataques y consiguientes pérdidas la gente ya estaba pensando en sacar a todos los chanchos de la isla, cuando de pronto el tigre dejó de atacar, y así como apareció, se fue, quizás en busca de otros territorios de caza, o quizás de una tigresa en celo.
El jaguar (Panthera onca) está protegido por la legislación peruana y por tanto está prohibida su caza. Es una especie considerada en peligro de extinción (en la categoría de «casi amenazada» de acuerdo con el D. S. Nº 034-2004-AG). Su situación fue mucho más crítica a principios de los años 70, cuando el comercio de pieles y cueros había impulsado una cacería inmisericorde en toda la Amazonía de esta y otras especies animales. Felizmente, en 1973 el Gobierno decretó una veda indefinida a la caza comercial, y desde entonces solo está permitida la de subsistencia practicada por las comunidades amazónicas.
Al desaparecer la demanda de pieles y cueros, las poblaciones de algunos animales se han recuperado significativamente, incluyendo a los jaguares y tigrillos, los caimanes y los lobos de río. No ha ocurrido con los animales que son objeto de persecución por su carne, cuyas poblaciones siguen declinando en todas partes excepto en algunas áreas protegidas.
Actualmente los bosquesinos amazónicos solo cazan el jaguar para defenderse o para defender a sus animales; más raramente para vender su cuero o sus dientes a algunos turistas. Nunca he oído que lo maten para comerlo. Cazar un jaguar, sin embargo, no es fácil. No es un animal que se deje ver, y hay que emplear mucho tiempo y esfuerzo, poniéndole cebos y esperándolo en una barbacoa durante la noche, cosa que no es para cualquier cazador, por cierto. Los viejos mitayeros cuentan cómo era la caza del otorongo: primero tenían que matar algunos animales grandes para empate, como sajino o maquisapa. Pero antes de amarrar el cadáver en el lugar elegido tenían que arrastrarlo por varios cientos de metros para incrementar la posibilidad de que un animal siguiese el rastro. Cada día tenían que revisar los empates para ver si había comido el tigre, y si había dejado algo, lo que significaba que al día siguiente podría volver a comer; solo en ese caso construían una barbacoa a varios metros encima de la presa semicomida y esperaban pacientemente durante la noche al depredador con la retrocarga lista.
El jaguar es uno de los «trofeos» más preciados por los cazadores deportivos, y quizás no sería mala idea probar lo que han hecho en otros países: establecer cuotas razonables y subastarlas a cazadores deportivos del mundo. Esto podría hacerse especialmente en lugares donde alguno de estos depredadores está causando daños a los animales domésticos o amenazando la seguridad de la gente. En vez que lo mate la gente local, ‘venden’ el derecho de caza de ese animal ‘plaga’ a un deportista, y el dinero es para la comunidad. Esto ha funcionado extraordinariamente bien con depredadores como el oso negro en EE.UU. o el oso pardo y el lobo en países del Norte y Este de Europa. Un tiempo fueron especies amenazadas, pero una vez que los animales comenzaron a tener valor comercial por la caza deportiva, sus poblaciones se recuperaron rápidamente. Ahora la gente los protege porque significaban una fuente de ingresos.