Por: Alberto Chirif
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Esta semana ha aparecido la noticia en Internet de que el Gobierno Regional de Loreto (GOREL) ha firmado un convenio con el Instituto Libertad y Democracia (ILD), dirigido por el economista Hernando De Soto, que tiene por finalidad poner en marcha (así lo llaman) un «Plan de Capitalización de los Activos de los Ciudadanos de la Región Loreto». El nombre no es muy imaginativo, ya que lo recordamos en el caso de Bolivia, cuando el ex presidente Gonzalo Sánchez de Lozada, hace ya buen tiempo, dio la «ley de capitalización», que no fue otra cosa que una norma para vender las empresas del Estado.
Como todos recordamos, De Soto apareció en el contexto de las protestas de Bagua, inmediatamente después de los trágicos sucesos que terminaron con la muerte de 35 peruanos y la desaparición de uno. Recordamos también que esos sucesos fueron originados por la política del «perro del hortelano» impulsada por el ex presidente García Pérez. Él ha repetido incesantemente que los títulos comunales son meros papeles que no brindan a la gente suficiente protección, restándole importancia a documentos emitidos por el Estado peruano. El problema no es de los títulos en sí, sino de la falta de garantías del Estado cuando se trata de propiedad de indígenas o de otros sectores que, desde su punto de vista, son marginales al sistema, sin importar si sus tierras son colectivas o individuales. Entre García y De Soto sólo hubo y hay diferencias de estilo. Llamar perros del hortelano a los indígenas fue una opción por demás torpe y grosera. De Soto apareció entonces con maneras más educadas pero para plantear lo mismo: la parcelación de las tierras comunales para que la gente las pueda vender, alquilar, dar en prenda bancaria o hacer lo que quiera con ella, aunque lo más apropiado es decir, para hacer con ellas lo que quieren quienes las ambicionan. En un momento en que otras leyes y políticas del Estado apuntalan la opción de los cultivos para producción de biocombustibles, ya sabemos que los beneficiados serán los grupos de poder que ya han avanzado en este camino: Romero, Benavides y otros.
Es triste, lamentable, el papel desempeñado por el presidente del GOREL, Iván Vásquez. Su actitud en todo momento ha sido poco sincera. Varias personas le hemos pedido en diversas oportunidades que presente los términos del acuerdo con De Soto que, sabíamos, se venía cocinando desde hacía tiempo. Sin embargo, él siempre evadió una respuesta franca. Yo mismo se lo pedí personalmente con ocasión de la presentación del «Atlas de Comunidades Nativas de la Selva Norte», editado por el Instituto del Bien Común (IBC), en un acto que tuvo lugar hace unos pocos meses en las instalaciones del Instituto de Investigaciones de la Amazonía Peruana (IIAP), en Iquitos. Su respuesta fue siempre que no había nada aún y que se trataba sólo de ideas, nada concreto, dijo él.
Un convenio de esta naturaleza afecta a los indígenas amazónicos y por eso mismo se trata de una cuestión que debió haber sido consultada con ellos, a través de sus organizaciones. El Convenio 169 de la OIT es claro cuando dice que los gobiernos deberán: «Consultar a los pueblos indígenas, mediante procedimientos apropiados y en particular a través de sus instituciones representativas, cada vez que se prevean medidas legislativas o administrativas susceptibles de afectarles directamente». (Art. 6) ¿Qué asunto puede afectar más a un pueblo indígena que la pérdida de su territorio? Ninguno. ¿O acaso el Sr. Vásquez piensa que por «gobierno» debe entenderse sólo el nacional?
El presidente del GOREL, que reclama airadamente contra el centralismo porque, según él, no le da fondos suficientes y le impone medidas sin consulta, ha actuado esta vez como lo que él mismo critica. Lo recuerdo ahora marchando en primera fila en protesta contra los llamados «decretos de Bagua». Claro, eran épocas electorales en las que había que aprovechar la pantalla y toda ocasión era buena para figurar. Su medida es centralista no sólo por impositiva, sino también porque de pueblos indígenas y de realidad rural amazónica rural él no conoce más que las distorsiones que le presenta De Soto. Sus intentos de desarrollo, de realizar su consigna de «selva productiva» los podríamos calificar de chistes (malos ciertamente) si de por medio no estuviera la justa esperanza de mejora de productores amazónicos que se han quedado endeudados porque la «promoción» de los cultivos de sacha inchi y camu-camu fue planteada y ejecutada con ánimo populista, lo que tal vez le haya generado algunos aplausos de la gente (al comienzo), actitud que ahora se ha transformado en bronca y decepción.
Lo de De Soto lo calificaría de simplismo, si no estuviese convencido que detrás de su propuesta se esconden los intereses de quienes ambicionan las tierras para su desarrollo empresarial. ¿Quién le aporta al ILD más de un millón 400 mil dólares para ejecutar este plan? ¿Por qué es tanto el interés de De Soto en esta región y, específicamente, en algo como la parcelación de las tierras comunales?
Y no es que la parcelación esté prohibida, por si acaso hay que aclararlo. Las comunidades indígenas del país son libres de hacerlo si así lo desean. La Constitución de 1993 eliminó las garantías constitucionales de inalienabilidad e inembargabilidad de las tierras de las comunidades campesinas y nativas. Más aún, la llamada «ley de tierras» dada por Fujimori en 1995, allanó el camino en esta dirección, primero, al rebajar el quórum de las asambleas comunales para individualizar la propiedad (transgrediendo de esta manera el principio constitucional de la autonomía de las comunidades para resolver sobre sus cuestiones internas); y, segundo, al proponer el cambio de naturaleza jurídica de las comunidades para que, de entidades vinculadas por lazos ancestrales a sus territorios, se convirtieran en sociedades de personas, capaces de disponer de la parte que les corresponde de sus «activos»: su parcela.
Pero incluso hay más. Las comunidades awajún del Alto Mayo, antes de la ley de tierras de 1995 y de la Constitución de 1993, comenzaron a alquilar sus tierras, simplemente porque así lo quisieron. Que hoy día muchos pobladores se den cuenta del error que han cometido porque se están quedando sin soga y sin cabra, dado que los arrendatarios han llevado parientes y construido casas e infraestructura de riego para el arroz (el cultivo dominante en la zona) es un problema que no quiero abordar. Lo que quiero señalar es que la posibilidad que ahora impulsa De Soto ya existe desde hace más de una década. ¿Cuál es entonces la diferencia con lo que él plantea?
De fondo no hay ninguna diferencia, sino de forma, porque lo que él no quiere, o lo que no quieren quienes lo financian, es esperar, perder tiempo. Quieren, en cambio, que las cosas se hagan rápido, ya, ahora mismo, y de allí que se monte este trabajo en el marco de un gobierno regional que, del tema, parece no saber más que de por medio habrá una buena cantidad de dinero.
Es este momento hago un llamado a las organizaciones indígenas, a AIDESEP y a sus sedes regionales de Datem del Marañón (Coordinadora Regional de Pueblos Indígenas – CORPI) y de Iquitos (Organización Regional de Pueblos Indígenas del Oriente – ORPIO), y a las federaciones más activas de la región (como la Asociación Cocama de Desarrollo y Conservación de San Pablo de Tipishca – ACODECOSPAT y otras) para que se pronuncien sobre el tema y exijan el respeto al derecho de consulta y a los derechos reconocidos en el Convenio 179 y en la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas.
Al mismo tiempo, les planteo también a esas organizaciones la necesidad que defiendan los resultados de los dos únicos procesos de consulta que se han realizado en el país, en los que las partes llegaron a un acuerdo, aunque luego el gobierno del ex presidente García pasó sobre ellos con la insolencia que le conocemos. Me refiero a los casos de las zonas reservadas de Güeppí, en la parte alta de las cuencas el Napo y Putumayo; y de Santiago Comaina, en la Cordillera del Cóndor. En ambos casos, el gobierno paralizó o modificó a su antojo los acuerdos para favorecer a empresas extranjeras, una petrolera brasileña y la otra una minera canadiense.
AIDESEP que ejecuta un proyecto en Güeppí, en convenio con dos instituciones privadas (CEDIA y WWF), está en la obligación de expresar su rechazo por la violación de ese acuerdo.