Por: José Álvarez Alonso
En el mundo medieval judeocristiano se consideraba que había, esencialmente, dos clases de personas: los nobles y los plebeyos. A los primeros se les decía de sangre azul porque, como no trabajaban y se la pasaban en sus castillos de fiesta en fiesta, su piel era blanca y se notaba el color azulado de las venas, cosa casi imposible en el tostado cuero de los trabajadores plebeyos. Hoy la palabra nobleza ya perdió gran parte de esa clasista y discriminadora carga, y tiene otros significados: según el diccionario de la RAE, noble, amén del sentido arcaico de perteneciente a la nobleza, es sinónimo de «preclaro, ilustre, generoso», y contrapuesto a «vil». Éste es el sentido que le da el lenguaje popular, cuando se dice de un muchacho que es noble, se está indicando que es franco, honesto, de buenos sentimientos, altruista, preocupado por los demás, etc.
Por otro lado, el calificativo esnob (españolización del anglicismo snob, supuestamente con origen en la expresión latina «sine nobilitate», sin nobleza) es usado también para calificar despectivamente a ciertas personas. Según Wikipedia, esnob es una persona que imita con afectación las maneras, opiniones, etc., de aquellos a quienes considera distinguidos o de clase social alta para aparentar ser igual que ellos. Deseosos de pertenecer a la élite, los esnobs tienden a reproducir el comportamiento de una clase social o intelectual a la que consideran superior. Muchas veces imitan las características de esta clase, ya sea en el lenguaje, los gustos, las modas y estilos de vida. Al mismo tiempo tratan con desprecio a los que consideran inferiores. Un auténtico (y a mi juicio, despreciable) mimetismo social, que en Loreto llamamos coloquialmente «arribismo».
Uno de los mayores cumplidos que me han hecho en mi vida es el de ser persona «noble», no en el sentido de perteneciente a esa arcaica y patética clase social, pues soy plebeyo hasta el tuétano, sino por otros supuestos méritos… No creo merecer, por supuesto, ese calificativo, al menos en la medida que otras muchísimas personas que conozco, especialmente en el mundo indígena amazónico. Pero no cabe duda que me sentí muy halagado. Uno puede estimar que otros aprecien sus cualidades intelectuales, artísticas o manuales; pero definitivamente, para mí lo que más vale son las cualidades morales, y la nobleza es una muy destacada.
En este trance electoral, se habla mucho de las cualidades para el gobierno que tiene tal o cual candidato, si habla mejor, si está mejor preparado… Muy poco, o al menos mucho menos, de sus cualidades morales, de su nobleza. Y eso debería, a mi humilde juicio, ser lo esencial. Porque de la nobleza en el buen sentido, de la calidad moral, nacen otras muchas que son, no digo importantes, sino indispensables para un buen gobierno. Ya tenemos demasiadas malas experiencias de pésimos gobiernos en manos de lenguaraces, hábiles operadores políticos, inteligentísimos profesionales, figurines de escaparate, doctores en tal o cual especialidad, y otras muchas cualidades humanas, que utilizan sus dones, habilidades, atractivo físico y carisma no para servir mejor, sino para alimentar su ego, su poder, y con frecuencia su fortuna personal, a costa de los intereses de los demás.
La verdad, yo preferiría de gobernante a una persona francamente noble, honesta hasta la médula, comprometido desde su más tierna juventud (y no sólo en la campaña electoral) con el servicio a los otros, con causas altruistas, aunque sea tartacho, poco culto, y más feo que un pecado mortal. Finalmente, el presidente no lo tiene que saber todo, ni ser experto en todo, debe saber rodearse de la gente correcta, de los mejores y más honestos expertos, y buscar el bien común (esto es, de todos, y no preferentemente de sus allegados y aliados) por encima de cualquier otra consideración.
Leí una vez que se decía de Richard Nixon: «es de esa clase de personas a las que tú nunca comprarías un carro usado»: no inspiran confianza, siempre tienes la sensación que te están engañando, que están tratando de aprovecharse de ti. Esa sensación tenemos de muchos, quizás la mayoría, de muchos nuestros políticos, lamentablemente. Habría que preguntarnos lo mismo de cada uno de nuestros candidatos, antes de emitir el voto: Señor elector, ¿le compraría usted un carro o una moto usada a tal o cual candidato? ¿Usted cree que es una persona noble?.