Por: José Álvarez Alonso
Los animales no suelen ser muy visibles en la selva amazónica, a diferencia de las punas altoandinas, las sabanas africanas y otros ecosistemas abiertos. Pero hay algunas excepciones: las impresionantes migraciones estacionales de peces por los ríos; los caimanes, capibaras y bandadas de aves acuáticas en las orillas de algunos humedales; y los animales que acuden a las “collpas”, o lamederos de sal. Luego de millones de años de intensas lluvias que arrastran toda substancia soluble al mar o al subsuelo, los suelos amazónicos no son precisamente ricos en sales minerales. Si unimos esto a la pérdida de sales por excesiva sudoración, comprendemos la desesperación por los minerales que parecen padecer algunos animales… incluyendo al hombre. Las concentraciones tan fotogénicas de mariposas en ciertos lugares de las orillas de los ríos amazónicos se deben precisamente a esto: insectos buscando sales en algún excremento o donde orinó algún animal…
Las llamadas collpas son lugares donde, por algún accidente geológico, afloran aguas salobres o sedimentos ricos en minerales: por ejemplo, en el nororiente de la Amazonía se trata de capas de arcilla depositadas hace 15 a 20 millones de años en el fondo de un lago interior de aguas salobres, conocido por los geólogos como el lago Pevas.
En estas collpas se concentran eventualmente algunos animales muy difíciles de ver en la selva, como los pecaríes, los venados o los tapires, y también varias especies de loros. Por ello las collpas son lugares muy buscados por las agencias de turismo, pero también por los “mitayeros”, los cazadores indígenas que guardan celosamente el secreto de su ubicación para prevenir la competencia. Visitar una collpa es una de las experiencias más emocionantes que he tenido en mis tres décadas en la Amazonía. Algunas collpas son tan visitadas por los animales que las rutas de acceso parecen carreteras de alto tránsito, y los huecos en los barrancos terminaron convirtiéndose en cuevas de tanto lamer y morder los minerales. No es de extrañar que los indígenas afirmen que en estos lugares tienen “madre”, esto es, un ser protector a quien los cazadores deben pedir permiso para capturar algunos de sus “hijos”.
Algunos mitayeros particularmente emprendedores “fabrican” su propia collpa: colocan sal en un lugar determinado de la selva, hasta que algunos animales se acostumbran a ir a lamer. Cuando comprueba por las huellas que ya hay algún visitante deseado, construye su barbacoa a unos dos o tres metros de altura y espera pacientemente en la noche a que el animal se acerque a tiro de su escopeta.
Varias especies de loros “collpean” en troncos de árboles muertos, donde comen la madera en putrefacción rica en sales. Este comportamiento aparentemente nunca había sido descrito, y menos para el raro Periquito de Lomo Zafiro (Touit purpuratus), hasta la publicación de Díaz y Álvarez en el 2014 (Cotinga 36: 103–106). Pero no solo observé a este pequeño loro comiendo madera podrida, sino hojas y corteza de un árbol asiático introducido en la Amazonía, Terminalia catappa, aparentemente en busca no solo de minerales sino de algunos compuestos secundarios, quizás buscando otra cosa: esta planta es muy usada en Asia con fines medicinales. Otra especie de loro muy común a orillas del Amazonas, el Perico de Ala Amarilla (Brotogeris versicolurus) es una plaga para los cocoteros plantados en las huertas campesinas, pues devora ávidamente sus hojas, hasta llegar a matarlos en algunas ocasiones.
También es frecuente ver a varias especies de loros pequeños y de palomas comiendo tierra y ceniza debajo de casas de indígenas, y en los mismos fogones o “tuchpas”, aprovechando la ausencia de sus dueños.
Pero hay animales que buscan las sales en otros lugares: una de las experiencias más exasperantes de los visitantes en la Amazonía es el acoso de los insectos, no solo de los que buscan sangre, sino los que buscan sal. Por ejemplo, hay unas abejitas diminutas, de unos dos milímetros, sin aguijón (de la familia de las Meliponinas), que insisten en meterse en ojos, boca, narices y oídos en busca de fluidos, y llegan a ser particularmente irritantes cuando uno tiene las manos ocupadas y no puede sacárselas de encima (por ej. cuando está sacando fotos o mirando aves por los prismáticos).
A veces también buscan la sal sus primas las avispas, especialmente en zonas donde no hay asentamientos humanos y escasean las fuentes de sal ¡y estas sí que vienen armadas! Recuerdo que una vez tuvimos que abandonar apresuradamente un campamento temporal en el que estábamos instalados en la cuenca del río Pucacuro, donde no viven más humanos que algunos indígenas en aislamiento total, durante una expedición de evaluación para formular la propuesta de área protegida (hoy es una reserva nacional): las avispas nos cundían en tales números, que se metían hasta por debajo de la camisa en búsqueda desesperada de sal, y con cualquier movimiento la avispa se sentía atacada y sacaba su aguijón; todos los miembros del equipo terminamos recibiendo varias picaduras.
También los pobladores (humanos) amazónicos son unos grandes consumidores de sal, y no falta un plato bien repleto de este mineral en las mesas, del que hacen frecuente uso los comensales, aun cuando las comidas suelen tener un punto de sazón muy alto. Una costumbre inveterada en los niños amazónicos es comer frutas verdes… con sal. La sal proveniente de algunas minas en las vertientes orientales de los Andes, junto con las hachas de piedra, fue uno de los principales productos comerciados por los indígenas de las llanuras amazónicas antes de la llegada de los europeos. Y la sal fue, junto con las herramientas de hierro, uno de los artículos que los misioneros usaron para atraer a los indígenas a sus “reducciones” o misiones.
Los indígenas que no tenían contactos comerciales con sus parientes de las estribaciones orientales de los Andes, obtenían un sucedáneo de la sal de las cenizas producto de la combustión de troncos de palmeras, que parece las concentran de algún modo. Pero parece que llegaron a adaptar a su organismo a bajas concentraciones de sal. Un maderero apellidado Panaifo que conocí en el alto Río Corrientes, cerca de la frontera de Perú con Ecuador, y que se había casado con una indígena Shapra (grupo etnolinguístico Jíbaro), me contó una singular anécdota: él había sido el primero que entró a comerciar con la comunidad de donde era originaria su esposa, localizada en las cabeceras de quebrada Copal, muy alejada de rutas comerciales. Cuando visitaba la comunidad con algún foráneo, le hacía ver una escena un tanto surrealista: le regalaba un puñado de sal a algún muchacho, que avaricioso se lo engullía como si fuese un alimento. Al rato caía al suelo convulsionando y echando espuma por la boca. Nadie ha podido explicarme a qué podría deberse este fenómeno.