Cuando se creía que del estado en que estaba ya no iba a pasar a mayores, el extraño caso de la muerte del estudiante Ciro Castillo Rojo en el nevado Bomboya en el cañón del Colca, ha vuelto a las páginas de los diarios, a las radios y a las pantallas de la televisión nacional, al darse a conocer un vídeo donde aparece el abogado defensor de Rosario Ponce, manifestando que ni él cree en la inocencia de su patrocinada. Eso ha venido a reavivar la aparente calma en que se venía llevando el proceso, el mismo que había desaparecido del interés de la prensa.
Ahora, el caso está en manos de la Fiscal María del Rosario Lozada Sotomayor, quien está obligada a fundamentar su pedido de realizar una determinada diligencia. Si anteriormente las diligencias se hacían porque la representante del ministerio público consideraba que eran necesarias, hoy, primero, deberá demostrar que esas diligencias persiguen un fin determinado y concreto.
Pasados los días, los jueces señalan que existen imprecisiones en el informe fiscal, lo que traería abajo la tesis de que Ciro fue empujado al abismo por Rosario o una tercera persona. Cuando se encontró el cadáver del joven estudiante, la hipótesis fue que murió por desbarrancamiento, el que pudo ser causado por un agente externo o por accidente, con lo que no se tiene la certeza de que se cometió un homicidio, un delito en todo caso.
Hasta dónde Rosario Ponce está diciendo la verdad, nadie lo sabe, nadie deduce nada, nadie saca conclusiones valederas que la separen definitivamente de culpa o que la culpen directamente como autora de un delito.
Lo que llama la atención es que no hay forma de sacarle una declaración más cercana a la verdad, con lo que estaríamos frente a un caso de los muchos sucedidos, donde nunca se llegó a la verdad absoluta, los mismos que han quedado en los archivos judiciales como una muestra de lo débil que es aquello de «no hay crimen perfecto».
Y como no hay forma de aplicar legalmente el uso del suero de la verdad, el caso se irá dilatando con el correr de los días, para luego, quién sabe, pasar al anonimato, una vez más, y de ahí al olvido.