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Amo a este Papa, amo al planeta

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  • José Álvarez Alonso

Amo a este Papa, como la absoluta mayoría de las personas a las que conozco, por lo que es y por lo que representa: un retorno a los orígenes y principios del mensaje evangélico y a la figura de Jesús, humilde, sensible a las necesidades de los pobres y los marginados, provocador, cuestionador y hasta irreverente frente a las convenciones sociales y religiosas que ayudan a perpetuar estructuras y prácticas injustas. Su mensaje hoy, como hace dos mil años el de Jesús, es una llamada de alerta a una sociedad cada vez más materialista e individualista, una llamada a reconciliarnos con nuestros vecinos y con la naturaleza para volver a hacer a este planeta un lugar más humano y habitable.

Es por esto que Francisco está acercando a la Iglesia a sectores que hacía mucho que la habían abandonado o que sentían recelo e incluso rechazo por sus formas y tradiciones. Estas formas ancladas en el pasado y aliadas con frecuencia con estructuras y valores sociales no precisamente cercanos a los valores evangélicos, ni amigables con el ambiente. Bien por él y por la Casa Común, la Tierra.

La encíclica del Papa Laudato si ha suscitado un interés como nunca antes otro documento de la iglesia, incluyendo sectores no católicos o ni siquiera religiosos. Pero junto a los entusiastas han surgido también los críticos, principalmente desde los sectores que defienden el llamado modelo neoliberal y de libre mercado, ese que propugna un crecimiento económico sin límites. Resultó ciertamente entretenido leer la histérica reacción de algunos opinólogos. El mismo documento preveía que habría reacciones, cuando dice: «muchos esfuer­zos para buscar soluciones concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no solo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de los demás.» (Ls 14). Los poderosos han visto amenazados sus intereses de enriquecimiento ilimitado, y reaccionaron ordenando a los comunicadores y «expertos» a su servicio que cuestionasen y descalificasen a quienes desde la religión, la ciencia o la política los puedan poner en peligro, como así ocurrió y está ocurriendo.

Estas reacciones me recuerdan ese dicho de «botar el niño con el agua sucia de la bañera»: estos críticos no admiten nada bueno en esta encíclica, o se fijan solamente en supuestos pequeños vacíos o errores, en vez de centrarse en sus indudables y tremendos aciertos. En este caso, ni agua sucia es, sino algo de jabón, porque lo que los más ecuánimes admiten es que esta increíble encíclica es un documento sólido y coherente, bien estructurado y argumentado, válido no solo para católicos sino para cualquier hombre de buena voluntad sinceramente preocupado por el futuro del planeta. Cristianos de otras denominaciones, generalmente indiferentes a los documentos vaticanos, han mostrado un inusitado interés en este (he sido invitado a dos conversatorios organizados por ellos). Es una encíclica que ya ha dado ya mucho que hablar y cuyo impacto se sentirá en las próximas décadas. Y sin duda ha contribuido a que la mayoría de los países del mundo hayan firmado en estos días en Nueva York el histórico Acuerdo de París para enfrentar el cambio climático.

Esta búsqueda desesperada de las supuestas debilidades, vacíos o errores de esta encíclica les ha impedido a los críticos valorar los inmensos aspectos positivos. El texto por partes se convierte en un maravilloso y pedagógico resumen de socio ecología, casi como una pequeña enciclopedia para gente común, sobre los problemas ambientales y sociales del planeta y sus posibles causas y soluciones (por ej. la contaminación, el cambio climático, la cultura del «consumismo obsesivo» y el descarte, el agotamiento de los recursos naturales y degradación de los ecosistemas, y como consecuencia la agudización de la pobreza y la desigualdad,  entre otros).

Y propone soluciones, basadas en una nueva cultura de solidaridad, de «austeridad responsable» (frente al actual derroche), y un desarrollo basado en valores como la compasión, la responsabilidad y la conciencia. Y aunque valora los avances y aportes de la ciencia y la técnica, previene contra »… la confianza ciega en las soluciones técnicas» (14), por sí solas incapaces de enfrentar la crisis ambiental global, como algunos ingenuos afirman. También previene contra el «paradigma tecnoeconómico», que no es otra cosa que una forma de poder que amenaza con arrasar la libertad y la justicia (53).

El Papa habla en su encíclica del «desafío urgente de proteger nuestra casa común», dada la grave situación de degradación ambiental que el materialismo y la avaricia humana han puesto al planeta. Esta degradación afecta especialmente a los más pobres, hace notar el Papa, dada «la íntima relación entre los pobres y la fragilidad del planeta.» (16).

«Muchos pobres viven en lu­gares particularmente afectados por fenómenos relacionados con el calentamiento, y sus medios de subsistencia dependen fuertemente de las re­servas naturales y de los servicis ecosistémicos, como la agricultura, la pesca y los recursos forestales.» (25)

Este es precisamente el caso de la población rural del Perú, y en especial, de los indígenas amazónicos y campesinos altoandinos. Son los primeros en ver su economía y seguridad en riesgo por los extremos climáticos, que cada año se exacerban y arruinan cosechas y animales domésticos, especialmente en el Ande, o provocan inundaciones y aluviones que arrasan con poblaciones, cultivos e infraestructura. En la Amazonía los extremos climáticos afectan en particular a los recursos pesqueros y a la fauna silvestre, que constituyen la fuente más importante de proteína para las comunidades indígenas, afectando seriamente su seguridad alimentaria.

Pero Francisco no es un ambientalista radical, que pone a la naturaleza por encima del hombre, como algunos pretenden hacernos creer: en la encíclica también hace un llamado a buscar «un desarrollo sostenible e integral», esto es, para todos. Esto implica que para acabar con la pobreza de grandes sectores de la población sí tenemos que usar recursos y este uso puede implicar impactos en el ambiente, que deben ser regulados y mitigados… Algo de lo que algunos ultramontanos no quieren ni oír hablar.

Frases como «la tendencia a privatizar este recurso es­caso (el agua), convertido en mercancía que se regula por las leyes del mercado» ha puesto muy nerviosos a los sectores ultra liberales que proponen la privatización de todo bien o servicio como solución a todos los males de nuestra sociedad. Estos no pueden acusar al papa de comunista (como sí hacen con los ambientalistas), pues las críticas papales a esta ideología política tampoco se han quedado cortas.

Por eso amo a Francisco, porque amo al Planeta y a la buena gente que lo habita (bueno, gran parte de la gente).

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