Por: José Álvarez Alonso
A partir de las 5 de la tarde comienzan a llegar a la comunidad los botes cargados de sacos de aguaje. Este es un buen año, no solo porque hay mucha producción del maravilloso fruto (a diferencia de los dos años anteriores, donde entre sequía y friajes se malogró buena parte de la cosecha), sino por la creciente récord, ya que los cosechadores pueden entrar al aguajal con sus botes y bajar los racimos directamente de la palmera al bote, ahorrando el laborioso cargado de sacos de 40 kilos a través del fango.
El aguaje es inmediatamente extendido en el centro de acopio de la comunidad para que se “oree” (pues si lo guardan en los sacos comienza inmediatamente el proceso de maduración) y en uno o dos días, una vez seco, se embolsa otra vez y se transporta al mercado. Ese día los cosechadores de la comunidad nativa 20 de Enero, en la cuenca del Yanayacu-Pucate, Reserva Nacional Pacaya -Samiria, llevaron a Nauta cuatro toneladas, para cumplir el pedido de la empresa Amarumayu, subsidiaria de AJE, que usa el aguaje para elaborar sus ya conocidas bebidas.
Cada bote trae del aguajal entre 10 y 15 sacos, dependiendo de su capacidad. Generalmente van entre dos cosechadores, pues mientras uno escala con el “subidor”, el que se quedó abajo está embolsando en los costales. Pero he visto a algunos jóvenes que van solitos, y son capaces de cosechar hasta más de diez sacos por día; a otros les ayuda su esposa a embolsar. Amarumayu les paga un precio “refugio” de 40 soles por saco de 40 kg, con lo que los más laboriosos pueden ganar en un día 400 soles, mucho más de lo que ganan en un mes muchas familias rurales de Loreto. En un solo día ingresaron a la comunidad 4000 soles solo por aguaje; además, con frecuencia reciben visitas de turistas que compran artesanías al comité de artesanos, y varios comuneros trabajan como guías y en los albergues cercanos.
Este escenario aguajero no ocurre en todas las comunidades, por supuesto. Algunas de las que están no tan lejos, en el Marañón y Amazonas cerca de Nauta, pero fuera de la reserva, tienen que caminar tres y hasta cuatro horas para encontrar algún aguaje hembra con fruto. Este es el costo de haber talado por décadas todas las hembras de aguaje para cosechar el fruto. Los pobladores de 20 de Enero, junto con los hermanos Flores de Parinari, fueron de los primeros en abandonar la perniciosa práctica de la tala de la palmera para la cosecha y comenzaron a usar subidores, en este caso del modelo que llaman “estrobo”, un arnés rústico de pretinas elaborado por ellos mismos, pero muy efectivo y seguro.
Los cosechadores de la reserva no sólo encuentran el aguaje a unos metros del río, por lo que apenas tienen que cargar los pesados costales por el aguajal, uno de los trabajos más sufridos que he visto en mi vida. Los aguajes que cosechan son de primera, enormes, con pulpa sabrosa y sin los llamados “piojos”, por eso también los precios que reciben, sea de Amarumayu o de otros compradores, son los mejores. En lugares donde siguen talando los aguajes los cosechadores se tienen que conformar con frecuencia con sacar aguajes pequeños y de mala calidad, porque los buenos fueron talados hace años, y venden en el mercado informal a precios inferiores. Amarumayu compra a comunidades certificadas de la Reserva, por lo que sus productos llevan el sello de “Aliados por la Conservación”. Hoy estas comunidades obtienen ingresos y disponen de recursos de subsistencia por la caza y la pesca muy superiores a la mayoría de las comunidades de afuera (y todavía algunos dicen que las reservas son un “freno al desarrollo”).
En Loreto, según un estudio publicado ya hace varios años, se talan al año más de 200 000 palmeras de aguaje. La mayor parte de los aguajes vendidos en las calles de Iquitos o transformados en helados y chupetes provienen de palmeras taladas. También la mayor parte de los que llegan a Lima al mercado de frutas, o se venden transformados en pulpa, aceite y otros subproductos. Por eso titulé la nota como ‘aguajes de sangre’, porque se trata de una sangría insostenible para uno de los mayores activos que tiene Loreto, ya que aunque se sabe que tenemos más de 5 millones de hectáreas de aguajales densos, la mayor parte están ahora en zonas cada vez más inaccesibles debido a décadas de tala selectiva. Los daños se extienden a la fauna silvestre, pues muchos animales consumen aguaje, y su escasez afecta la seguridad alimentaria de las comunidades. Y la erosión genética de esta maravillosa especie también es un problema, por la preferencia de los cosechadores de talar las palmeras productoras de los mejores frutos.
Ha habido y hay diversos proyectos, tanto impulsados por diversas ONG como por el Gobierno Regional, y diversos otros programas de cooperación, que han apoyado a comunidades a capacitarse y equiparse para la cosecha sostenible del aguaje. Algunos, como el proyecto “Humedales del Datem”, llegaron a implementar con éxito algunas plantas de procesamiento, tanto para pulpeado como para extracción de aceite de aguaje y otras palmeras. Esas todavía funcionan, y las comunidades siguen cosechando y vendiendo “aguaje sostenible”. No ocurre lo mismo con otros varios proyectos, sobre todo los impulsados por diversas gestiones del Gobierno Regional y los proyectos del gobierno central. Por más que fuesen bien intencionados, se sabe que terminaron en mucho ruido (traducido en derroche de recursos, consultorías y contratos de personal sin ton ni son) y pocas nueces: muy pocas comunidades resultaron beneficiadas con capacitación y equipamiento para la cosecha sostenible y para la comercialización. Algunas instalaciones construidas, como centros de acopio y plantas procesadoras, se sumaron al nutrido museo de “elefantes blancos” que adorna los paisajes loretanos.
Si esos millones del tesoro público hubiesen sido concentrados, como el sentido común aconsejaba, a capacitar, equipar y formalizar a la mayor parte de comunidades posible, hoy no tendríamos ya “aguajes de sangre” en nuestras calles y chupeterías. Lo mismo se puede decir de tantas “obras” en comunidades que con frecuencia terminan en elefantes blancos, entre placitas, canchitas múltiples (donde los niños andan descalzos) y demás, que no crearon más que un breve flujo de dinero a través de la mano de obra local y no sirven ahora para gran cosa.
Cuando algunos dicen que “falta trabajo” en las comunidades, pienso en esos bosques donde, a pesar del saqueo del último siglo de ciertas especies, todavía albergan multitud de recursos valiosos, que hoy demandan de forma creciente los mercados globales. El aguaje es un ejemplo, pero hay cientos de millones de palmeras de otras especies cuyos frutos se desperdician hoy en el bosque porque las poblaciones animales están disminuidas, y tienen demanda confirmada en el mercado internacional. Pero para acceder a esos mercados tienen que provenir de manejo certificado y, de preferencia, de comunidades vinculadas con reservas.
El aguaje tiene la ventaja de su increíble abundancia, y de que cuenta con un mercado local casi insaciable, al que se ha sumado de forma creciente el nacional. También tiene, por cierto, demanda internacional, y varias empresas están ya exportando toneladas de aceite y “harina” de aguaje, especialmente para Asia. La demanda se ha disparado luego de que estudios de científicos japoneses demostrasen que, efectivamente, esta maravillosa fruta contiene fitoestrógenos, y que ayuda a mitigar los malestares relacionados con la menopausia y desarreglos menstruales. Más sorprendente aún, también se ha demostrado que contiene precursores de testosterona, que (faltan estudios complementarios) según experimentos potenciaron el vigor sexual de animales de laboratorio.