José Álvarez Alonso
“Con esto ya tengo un buen tema para los debates con mis amigos en el colegio, que están súper interesantes”, me dice mi hijo de 16 años cuando le explico que el hombre ha comenzado a acumular cosas materiales (objetos, terrenos, dinero, etc.) apenas hace unos pocos miles de años. Y que el hombre cree que acumulando cosas va a ser más feliz, o que la gente lo va a querer más, pero que esto es un espejismo que le está costando carísimo a la humanidad. Porque las cosas no hacen que la gente te quiera más (más bien, que te envidie más, esto es, que desee algo malo para ti) y te terminan separando de los demás.
Y por otro lado, le digo, la sed de cosas materiales nunca se sacia: entre más tienes, más quieres. Cita al canto: cuando le preguntaron a Rockefeller, uno de los hombres más ricos del mundo en el siglo XX, cuánto dinero es suficiente, dijo: «Just a little bit more»; “Justo un poquito más.” La sociedad moderna ha llevado esta cultura de la acumulación al extremo, con la exaltación del individualismo y el consumismo como ideales o valores más deseables, con las consecuencias que vemos ahora: sociedades con muchas comodidades y riquezas materiales, pero repletas de personas disfuncionales, con creciente polarización y conflictos sociales, fruto del resentimiento de los que no pueden alcanzar el éxito económico vendido como receta para la felicidad; que cada vez son más, incluso en los países más ricos como Estados Unidos y Europa, como ha demostrado el triunfo de Trump y del Brexit.
“El hombre no evolucionó acumulando cosas”, le explico. “¿Y cómo era antes, entonces?”, me pregunta.
“Por cientos de miles de años nuestros antepasados vivieron en bandas de cazadores y recolectores que no tenían propiedades, más allá de las escasas armas y utensilios que necesitaban para sus actividades diarias. No tenía sentido que acumulasen nada, porque la comida se malograba en pocos días (tampoco había muchos excedentes), y las herramientas las elaboraba cada uno. Como eran nómadas, no había propiedad de la tierra, ni estratificación social ni especialización en el trabajo, todos hacían de todo.
La forma que tenían de buscar una cierta seguridad para el futuro, ya que no podían acumular comida, era acumular… amistad, gratitud, relaciones. Entre más parientes y aliados tuvieses en tu grupo, más seguridad tendrías de disponer de alimentos y apoyo cuando no tuviste suerte en la caza o te enfermaste. Esto todavía funciona así en las comunidades indígenas amazónicas tradicionales, en contraste con las sociedades andinas, donde sí hay una cultura agrícola y ganadera desde hace milenios, y el hombre invirtió (e invierte) mucho en asegurarse el futuro acumulando animales domésticos, guardando cosechas de granos o tubérculos deshidratados, o habilitando tierras para la agricultura (vía costosas obras para construir andenes y sistemas de riego).
Con la domesticación de los animales y la agricultura, hace unos 8.500 a 9000 años (en Medio Oriente; en otras zonas fue posterior) los hombres comenzaron a asentarse en comunidades agrícolas y a tener excedentes: rebaños de animales domésticos, granos almacenables para las temporadas fuera de la cosecha. Y comenzó la necesidad de proteger estas “riquezas” y comenzó especialización: ganaderos, agricultores, artesanos, soldados, administradores y… señores (clases dominantes que ofrecían protección a cambio de impuestos). Y comenzó la dominación de unos hombres por otros, y la acumulación de cosas: productos agrícolas, tierras, esclavos, joyas, luego dinero…
En la Amazonía, en cambio, los indígenas no han necesitado ni transformar el paisaje más allá de la tala y quema de una chacra que apenas dará dos o tres cosechas (tampoco tenía sentido hacer más inversión) ni podían acumular alimentos, porque no se podían conservar más allá de unos días (a veces ni unas horas, como es el caso de la carne y el pescado en comunidades tradicionales que no disponían de sal). Ese “inmediatismo” oportunista, que aprovechaba lo que el bosque o los ríos y cochas ofrecían en el momento (no todos los días se tiene éxito en la caza o la pesca), fue evolutiva y adaptativamente muy ventajoso, y permitió a estas sociedades tradicionales sobrevivir de forma exitosa en un ambiente tan poco predecible como la selva amazónica (y también en las tundras árticas y en los desiertos africanos). Sin comprender este estilo de vida y estos valores, hoy los occidentales los califican de forma despectiva de haraganes y dejados…
¿Qué acumularon y acumulan en buena medida todavía los amazónicos de las comunidades? Como nuestros antepasados, relaciones: de reciprocidad, de solidaridad, de gratitud. Hasta ahora se puede ver en una comunidad indígena cuando un cazador retorna a casa con un gran animal, o con su canoa cargada de pescado: los miembros de su círculo de amistad (la llamada ‘familia extensa’) desfilan para recibir su parte. Para un andino o un occidental esto resulta bastante incomprensible. Y los que viven en la selva y tienen acceso a medios para conservar estos productos (sal, refrigeración) los almacenan para las siguientes semanas para su familia, o los venden en el mercado y consiguen dinero. Por eso son vistos como “mishicos”, “mezquinos”, por los amazónicos. “Mishico” es quizás el peor insulto para un amazónico. Los Kichwa Alama con los que conviví en el Alto Tigre tienen una palabra para eso: ‘Mitsa’. Si mezquinas masato (asua) te llaman “asua-mitsa”; si mezquinas comida, “micuna-mitsa”; y así. A mí me apodaron “maquisapa-mitsa” porque les paraba exhortando para que no acabasen con los maquisapas, esos bellos monos en grave peligro de extinción.
Es obvio que no podemos volver a las sociedades nómadas de antaño, pero sí podemos aprender algo de los valores con los que vivió la humanidad por cientos de miles de años, y mejorar nuestras relaciones sociales. Decía San Agustín, allá por el siglo IV, que no es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita. Yo diría: No es más rico el que más cosas o dinero tiene, sino el que más relaciones, más amigos, tiene, porque tendrá menos gente que le desee mal, y tendrá más amor, que es lo que finalmente busca el hombre en su desesperada carrera tras la felicidad. Vean si no “Ciudadano Kane” y el trineo de su infancia, Rosebud…”
Un conocido estudio de un grupo de personas a lo largo de 75 años realizado por la Universidad de Harvard confirma esto: Las personas con vidas más plenas, saludables y felices son aquellas que dedicaron muchos años de su vida y mucho esfuerzo a construir relaciones positivas, profundas, de confianza, de amor y de respeto.