Por: José Álvarez Alonso
«Para que el día de mañana sean hombres de provecho», solía decir mi padre, maestro de escuela unidocente por más de 30 años, a sus alumnos para estimularnos (fui uno de ellos, a Dios gracias) a estudiar, a esforzarnos por ser mejores, a corregir errores, a superarnos para tener una vida productiva en beneficio de la sociedad. Esto lo repetía con tanta frecuencia que ha quedado grabado en mi mente como una especie de jaculatoria.
«Hombres de provecho», pero provecho para la sociedad, se entiende, no provecho para sí mismos solamente, que parece que es lo que muchos buscan en este mundo competitivo de hoy. Muchos de esos «hombres de provecho» es lo que necesitamos en esta nuestra amazónica sociedad, desgraciadamente cada vez más plagada de líderes -políticos y de opinión- y dirigentes egoístas, siempre ambiciosos y con frecuencia corruptos, pese a que los pueblos amazónicos han sido tradicionalmente sumamente solidarios y altruistas.
Hoy los gurúes del desarrollo personal y la autosuperación no emplean esas expresiones arcaicas y pasadas de moda: nos hablan del éxito, del triunfo, de la competitividad (por no decir competencia), como si la vida de una batalla campal se tratara. Porque cuando alguien triunfa es porque alguien sale derrotado o fracasa. Y, entiendo, no es bueno que nadie fracase, por sentido básico de humanidad, y porque el fracaso es la madre del resentimiento, la delincuencia, la violencia y otros males; porque da la casualidad de que en esta sociedad cada vez son menos los triunfadores y más los fracasados… Por supuesto que tenemos todos que esforzarnos por ser mejores, por superarnos, pero no por el prurito de ser mejores que otros, por superarlos, por sentirnos superiores.
Estos nuevos antivalores del éxito individual a toda costa tienen su origen en el viejo concepto liberal de Adam Smith y compañía, según el cual la suma de los egoísmos individuales resulta en el bien común. Es decir, si cada uno busca su propio bien, se produce automáticamente el bien común… Este enfoque convierte al hombre en «un lobo para el hombre» (Hobbes) y a la sociedad en una jauría. Y yo creo que, por muy próspera que sea, la mayoría no queremos una sociedad así.
Tanto inculcar el ideal del éxito y el triunfo en nuestros hijos está dando como producto una generación en la que escasean cada vez más los valores de solidaridad, altruismo, compasión, fraternidad e igualdad que inspiraron a los jóvenes de las generaciones pasadas, y los indujeron a participar en movimiento sociales y políticos contestatarios y a veces revolucionarios; equivocados o no, estos jóvenes se organizaban, daban su tiempo y luchaban por un ideal social, por una sociedad mejor… Hoy, comentaba hace poco un amigo, los jóvenes «están en otra, cada uno lucha por la suya»; se constata la ausencia creciente de estos valores e ideales, mientras priman el individualismo y la competencia. «Estamos fabricando una generación de egoístas empedernidos», sentenciaba. «¿Qué será cuando lleguen a los puestos de poder?» A decir de mi amigo, hoy más bien abundan los hombres, no «de provecho», sino «de aproveche», que se aprovechan de todos los que están a su lado, incluyendo del Estado cuando tienen oportunidad, hasta de sus propios familiares en algunos casos.
Las sociedades que han logrado niveles extraordinarios de desarrollo son aquéllas en las que, si bien se estimula el desarrollo personal, son muy fuertes los valores comunitarios y el sentido de responsabilidad frente a la Nación. Ahí tenemos a Alemania y Japón, devastados luego de una guerra que no sólo destruyó su industria y e infraestructura básica, sino que aniquiló toda una generación de jóvenes: se levantaron de sus cenizas porque sus ciudadanos no se dedicaron a mendigar a un Estado arruinado, sino a trabajar por reconstruirlo, regalando incluso su tiempo para la tarea. Y hoy son la tercera y cuarta potencias mundiales (acaba de ganarles China el segundo y tercer puesto).
«Ciudadanos de América: no pregunten qué puede hacer su país por ustedes. Pregúntense qué pueden hacer ustedes por su país» es quizás la más celebrada frase del carismático John F. Kennedy. Los países grandes han sido construidos gracias al esfuerzo de esos ‘hombres de provecho’, gentes que se han esforzado no sólo por prosperar ellos solos (y menos aún, a costa de los fondos del Estado, o explotando y engañando a otros ciudadanos) sino también por servir a su país; gentes que dedican esfuerzos, tiempos y energías por hacer las cosas bien, por servir a la colectividad, por trabajar «por el bien común», pensando en el futuro de la sociedad y no sólo en el presente, pensando en las futuras generaciones y no sólo en las actuales, pensando en los demás y no sólo en sí mismos.
En todas partes -ciertamente- encontramos ‘buenas gentes’, pero la cuestión es qué porcentaje de la población se puede calificar de «buena gente» – gente que, buscando legítimamente su desarrollo personal y el bienestar de su familia, piensa también en la comunidad en su conjunto, en el bien común, y dedica tiempo y esfuerzo a ello- y qué porcentaje se dedica a aprovecharse de los otros, o simplemente está pensando sólo en sus propios intereses, y jamás mueve un dedo por el bien común. ¿Calificaría usted, amigo lector, de «buena gente» a alguno de los candidatos a la presidencia de la República, o a alguno de los candidatos regionales a una curul en el Congreso? Si es así, vote por él; si no, su conciencia le obliga a votar en blanco.