Por: José Álvarez Alonso
Mi guía, Enrique Maynas, achuar del río Corrientes, avanza por en medio de la vegetación con el sigilo que caracteriza a los indígenas. Con ágiles golpes del machete corta de cuando en cuando alguna ramita que estorba el paso; otras veces, con un casi imperceptible movimiento de la mano, quiebra alguna hoja, o punta de rama, doblándola de forma que el envés se aprecie en el camino de vuelta.
Lo increíble es que esto lo hace aparentemente sin mirar, y sin detenerse. Su mano parece obrar por sí sola, independiente de la cabeza y sus sentidos, pendientes de los ruidos y formas arriba en el dosel y adelante, y de las huellas en el piso, en busca de la más mínima señal de algún recurso valioso: sea el animal de caza, el árbol cargado de fruta madura, el tamshi colgante de las ramas altas, o la excrecencia resinosa en el tronco del copal, según el objeto de la expedición. O todas juntas. Porque el amazónico que se interna al monte con machete y pucuna o retrocarga, siempre está atento a cualquier recurso útil para llevar de vuelta a la casa. A veces es una corteza para un tratamiento, o un palo recto de «tortuga caspi» para la barandilla, otras un capillejo con ungurahui u otro fruto de estación, a veces es un porongo de miel de abeja… En días con suerte puede ser un motelo despistado, una cría de animal o los huevos de una perdiz, quién sabe.
El indígena muestra su extraordinaria destreza para caminar por la selva identificando en su camino de retorno esas leves marcas en la vegetación. Generalmente quiebran una rama u hoja cada 4, 6 u 8 metros, para ellos es suficiente, es como una autopista. Para un inexperto como yo resulta bastante difícil identificar una hoja doblada o la punta de una ramita quebrada cada 5 o 6 metros, entre miles de hojas similares. Lo intenté varias veces, colocándome delante de mi guía indígena en el camino de vuelta, y la experiencia fue bien frustrante. Encontraba una marca, dos, tres, pero terminaba atascado incapaz de encontrar la siguiente.
«¿Pero no la ves, si ahí está bien clarito», me indica con la punta del machete «Majo» Maynas. Para él, esa hoja apenas doblada (y frecuentemente vuelta a enderezar, pues muchas hojas de sotobosque son coriáceas y resilientes) a seis metros de distancia, o una hoja seca pisada en el piso era como un foco prendido en la noche; para mi ojo acostumbrado a libros y pantallas, una aguja en un pajar. La tarea de seguir el propio rastro es aún más complicada en las zonas donde abundan los animales y es frecuente encontrar hojas o ramas magulladas por las sachavacas o los venados: a cada rato te encuentras hojas dobladas y ramitas partidas por aquí y por allá, y es casi imposible para el novato determinar cuál fue la doblada por ti…
Después de varios intentos de aprender el estilo indígena de marcar trocha, y de pasar largos ratos dando vueltas hasta encontrar mi trocha, despistado por el rastro de la sachavaca, opté por un remedio contundente: ahora siempre marco mi ruta cada dos o tres metros, no cada 6 u 8.
El hábito de quebrar cuando camina en el bosque es tan fuerte en el mitayero amazónico que cuando avanza por una trocha abierta con anterioridad, no puede evitar la costumbre de quebrar a su costado cada ratito ramas u hojas, lo que ayuda a mantener abierto el paso. Y cuando un mitayero cuenta alguna aventura en la selva, con ese estilo tan peculiar de los amazónicos, de escenificar el relato, e imitar con maestría hasta los ruidos de la naturaleza, en vez de decir «camina, camina», suelen decir «quiebra, quiebra», para indicar un penoso avance por la selva.
Por casi un cuarto de siglo he caminado por los bosques de Loreto estudiando las aves. Nunca me he perdido, pese a que muchas veces me he internado sin guía, porque siempre he seguido los consejos de mi maestro Enrique Maynas y otros sabios indígenas: «Sigue la trocha; si tu trocha se bifurca, marca para saber por dónde viniste; si sales de la trocha, marca cada pocos metros quebrando ramitas y hojas… Y mira bien de qué lado tienes el sol cuando sales en la mañana, en la tarde, de vuelta, debe estar del mismo lado.»
A veces me he despistado y he perdido la trocha que estaba siguiendo, especialmente cuando estaba tratando de acercarme a algún ave para identificarla, mi trabajo por muchos años. Aquí lo importante es guardar la calma y no avanzar sin ton ni son monte a través. Yo suelo marcar cuidadosamente el lugar donde me percaté que me había perdido, y avanzo en una dirección, ‘quebrando quebrando’, por unos metros. Si no encuentro ninguna trocha en esa dirección, retrocedo a mi punto original y avanzo en la dirección contraria, y luego en las dos perpendiculares, hasta que llego a un camino. Nunca me ha fallado.
Es relativamente fácil que un caminante no entrenado se pierda en la selva, todos los años sabemos de algún caso en Perú, y suele ser bien traumatizante. He visto a algunos jóvenes mestizos rescatados luego de varios días de perdidos, con «manchari» (susto). No ocurrirían estos accidentes si la gente tomase esas precauciones básicas. Hoy las cosas son más fáciles con los GPS, pero nunca se sabe. Además, dentro del bosque a veces no captan bien la señal satelital.
Gracias a los consejos de mis amigos indígenas, tampoco sufrí ningún accidente grave, más allá de las casi inevitables malaria y leishmaniasis (¡me libré de la hepatitis, al Yashingo gracias!). Y eso que tomé agua de donde me cuadraba (nunca llego agua al monte), y comí todo fruto caído en el suelo del bosque que encontré en mi camino. «Fruta que come mono y sabe dulce, come gente», me decía mi gran amigo Majo.
Algunos programas de TV, incluyendo el de Bear Grylls (A prueba de todo, en Discovery Channel ) enseñan trucos para sobrevivir en la selva. He visto pocos realmente útiles, que les cito brevemente: para beber agua, no tomar directamente de la quebrada o del lago, sino cavar un hoyo en la orilla, de al menos 30 cm, buscando llegar a la arcilla; luego vaciar repetidamente el agua sucia hasta que salga más o menos filtrada del fondo. Esa agua es casi libre de bacterias, por más que esté barrosa. Y para librarse de los mosquitos, la peor tortura que sufre un extraviado en el bosque (y un no extraviado, si no tiene repelente), restregarse el cuerpo con arcilla y restos del nido del curuhinshi (esas bolas de tierra de las hormigas parasol, Atta spp.), comunes en la selva. El ácido fórmico presente en esos restos extraídos del fondo del nido es un excelente repelente de insectos.