TOLERANCIA E IMPUNIDAD, ABONO DE LA DELINCUENCIA

Por: José Álvarez Alonso

 

Un humilde padre de familia, cuyo hijo ha muerto en un accidente de tránsito debido a la irresponsabilidad de un motocarrista, informa a la prensa que no va a impulsar acciones legales contra el motocarrista «porque es pobre como él», y no le quiere causar un daño a su familia, «porque esto no le traerá a su hijo de vuelta a casa». La prensa, por supuesto, alaba esta «cristiana» posición de perdón. Desde el punto de vista cristiano, puede parecernos ciertamente laudable su actitud. Pero desde el punto de vista social, es catastrófica, y tiene graves consecuencias para la comunidad. Es como si la sociedad le dijese a un asesino violador: bueno, te vamos a perdonar porque, total, la niña ya está muerta, y tenerte en la cárcel por 30 años no va a devolverle el honor y la vida a la niña asesinada y violada». La razón del castigo de la reclusión no es resarcir el daño, para eso están las reparaciones civiles y otros mecanismos. La razón del castigo es ‘pagar’ de algún modo una culpa, y servir de ejemplo, escarmiento y mensaje disuasorio para otros posibles delincuentes.

 

En Loreto vemos comportamientos de este tipo a cada rato, y la consecuencia de esas actitudes que llamaríamos «tolerantes» y «humanas» para los verdugos (en realidad, intolerantes e inhumanas para las víctimas), es que se está imponiendo un clima de impunidad, y como consecuencia, los delitos aumentan día a día. Ejemplos clásicos son los de los profesores que se meten con alumnas, y cuando los padres de familia los juzgan y evalúan la pertinencia de «informarles» (denunciarles) ante la DREL o la Policía, surge el clásico argumento, impulsado por un falso sentido de compasión: «pero pobrecito, le vamos a hacer un daño, si pierde su trabajo… Él también tiene familia…» Al final, la que sale pagando es la víctima, que es expulsada del colegio, mientras el profesor no es denunciado o «arregla» su problema del modo habitual. Y con frecuencia repite su crimen en otra comunidad. He conocido demasiados casos de éstos, y seguro que los lectores conocen muchos más.

 

Tolerancia e impunidad

La tolerancia es buena en muchísimos aspectos, y un signo de progreso social (la intolerancia está asociada con el subdesarrollo cultural y social). Pero cuando, mal entendida, se convierte en práctica de gobierno puede ser una de las peores lacras de una sociedad: jamás una comunidad puede ser tolerante con crímenes que afectan gravemente la salud, vida o patrimonio de las personas. En estos casos, la tolerancia es el perfecto aliado del crecimiento del crimen. Los educadores saben bien qué monstruitos crearon ciertos ensayos de educación excesivamente «tolerante».

 

La impunidad es la madre del delito; su abuela es la ineptitud de las autoridades, y juntas son la causa principal de la corrupción endémica que corroe nuestra sociedad. La impunidad ha sido identificada como una de las principales causas de los altos índices de corrupción en Perú y otros países. El mayor incentivo para un corrupto es ver que otro ha delinquido antes que él, y no le ha pasado nada.

 

Si bien delincuentes existen en todas las sociedades, en las más desarrolladas el aparato de policial y judicial en su conjunto es bastante eficiente, y el riesgo que corren de pasar muchos años en la cárcel y de ver destruidas sus carreras y familia es suficiente «desincentivo» para desanimar a la mayoría de los potenciales delincuentes. Y en estas sociedades existe un castigo complementario para violadores de la ley: la exclusión social, el desprecio de una sociedad que no tolera a quienes le hacen daño, los excluye de sus círculos sociales, y por supuesto de cualquier cargo o responsabilidad, sea público o privado.

 

Seguro que todos los lectores se les vienen inmediatamente a la mente casos de conspicuos personajes (en la región y en el país) que se enriquecieron con un cargo público, o hicieron alguna otra tropelía, y no les pasó nada. Luego de unos años, se reciclan, y reaparecen de nuevo ocupando puestos públicos, dirigiendo proyectos u ocupando otras posiciones importantes. Increíble la amnesia y la complacencia de nuestra sociedad con los delincuentes, a los que se acepta en círculos sociales, en empresas y estamentos públicos como si nada hubiese pasado.

 

Un ejemplo clásico de impunidad es el de los conductores de motocarros y motos en Iquitos, que violan de forma conspicua y constante el reglamento del tránsito (con tubos de escape manipulados para meter ruido, o sobrepasando los límites de velocidad), y no pasa nada. Esto incentiva que otros hagan lo mismo, y la sensación de falta de autoridad se extiende a todos los campos.

 

En Iquitos, y en la región Loreto en general, la impunidad es tan generalizada que, más bien, lo que debería ser norma (que el violador de la ley, el delincuente, pague por su falta), se convierte en excepción. Pagan los raterillos de poca monta y los alcaldes de distritos rurales, de esos está la cárcel llena, pero los gordos… estos siguen bien campantes ostentando su riqueza mal habida, o cometiendo sus fechorías del tipo que sean (como la seducción de menores, veamos en qué acaba el reciente y sonado caso del ex decano del Colegio de Abogados).

 

Definitivamente, la impunidad es un abono muy fértil para el delito y la corrupción, y mientras la sociedad no deje a un lado consideraciones de falsa tolerancia y permisividad, verá frenado su desarrollo y acelerarse el deterioro social y la delincuencia.