Pinceladas Culturales: El médico de los pobres

20150901_173343_HDRA pocos pasos de donde se inicia la cuadra once de la calle Aguirre, una cola conformada por más o menos unas cincuenta personas esperaban ser atendidas por aquel señor en quien tenían cifradas sus esperanzas para que les cure de una y mil dolencias.

Vestidos con raídas ropas y un par de sandalias, sus pacientes eran, de lejos, personas de humilde condición económica. Por eso, a don Miguelito Olórtegui Alvarado le llamaban el médico de los pobres.

No faltaban decenas de madres que llevaban a sus niños en brazos y personas de avanzada edad en quienes se veía los estragos de sus dolencias.

El dolor de historias sin tiempo era la cotidiana presencia con la que convivía, pero él, siempre estaba  con la sonrisa en los labios, gastándose una broma para darle confianza al enfermo, levantándole el ánimo.

Para Miguel Olórtegui Alvarado, moyobambino, ex enfermero de la farmacia militar, no había dolencia que no tenía una cura inmediata. Además, tenía con él un variado stock de medicinas entre inyecciones, pastillas, cápsulas, pomadas y cremas para cada caso. Con envidiable destreza aplicaba inyecciones que ni se sentían, él mismo curaba las heridas y todo eso por una mínima cantidad de dinero.

Los médicos vieron en don Miguelito a un competidor, alguien que les había quitado ingresos y que por tanto había que sacarle del camino. Le acusaron de práctica ilegal de la medicina. Miguel Olórtegui Alvarado fue a parar con sus huesos en la antigua cárcel de la primera cuadra de la calle Brasil.

El pueblo sintió la pegada porque se había quedado sin quien les curase. Sus pacientes, sus pobres, no le abandonaron, y exigieron su inmediata libertad. Salieron a las calles exigiendo su libertad. Era una noble protesta.

A las autoridades no les quedó más que ordenar que el “médico de los pobres” abandone el centro de reclusión, desde donde sus agradecidos pacientes le sacaron y le llevaron en hombros de vuelta a casa. Fue el pueblo el que se impuso frente a cualquier posibilidad de que le quitasen a quien le curaba y le daba la atención que nunca nadie le había dado, porque a la pobreza siempre se le voltea la cara.

Estoy convencido que en todas partes siempre hay una persona compadecida y dedicada a socorrer a quienes menos tienen. Debe ser obra de Dios, que esta suerte de ángeles salvadores se presenten ahí donde se les necesita. (José Verea)

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