LA VACIANTE

Por: José Álvarez Alonso

Gonzalo, mi ‘promoción’ de la Facultad de Biología, era de Flor de Punga, en el Ucayali. Durante la creciente extrema del 86, sólo superada en Loreto por la del presente año, conversamos mucho sobre los impactos del agua en las comunidades ribereñas. Me hablaba de la vida en un mundo inundado, de cómo la gente se las agencia para cuidar a sus animalitos en balsas improvisadas, cómo preserva sus alimentos, cómo se van a ‘restinguear’ para aprovechar la concentración de animales en las restingas altas, cómo se la rebuscan buscando huayos, chonta y otros recursos en la tahuampa, la cantidad de accidentes que se suscitan con los niños que se caen del emponado al agua…

 

«Pero lo peor», me decía, «viene con la vaciante. Ahí viene el hambre de verdad, porque ya se va acabando la fariña, el inguiri y la masa de yuca que la gente ha guardado, aunque abunde el peje. Según se va retirando el agua comienzan a desfilar los ataúdes de los niños.» Efectivamente, el agua estancada se pudre en los bajiales recién abandonados por el agua, y proliferan las enfermedades gastrointestinales y las provocadas por insectos transmisores de enfermedades. También lo parásitos: recuerdo las deliciosas clases de parasitología de la profesora Aura Luz Rengifo, con sus graciosos gestos explicando cómo los parásitos ingresan a nuestro cuerpo y se alojan en tal o cual órgano. Me impactó en particular lo que nos dijo de los barrizales a orillas de los lagos de Moronacocha y Moronillo, ya en ese tiempo bastante contaminados con las aguas negras de los desagües de Iquitos:

 

«Tomen una muestra del barro y mírenlo al microscopio, se admirarán de la cantidad de gusanos parásitos que hay por centímetro cuadrado, especialmente los hematófagos Strongiloides stercolaris, que producen anemia en los niños. Ahí están con su cabecita asomando del barro esperando que un incauto pise con su pie desnudo para meterse por la piel, y llegar así, caminando por aquí y por allá, hasta el tubo digestivo, a engordarse con la sangre de la gente», explicaba esta excelente profesora, imitando con los ágiles movimientos de sus manos y dedos todos los movimientos del parásito.

 

Efectivamente, la siguiente práctica pudimos comprobar al microscopio que lo que decía la profesora Aura Luz se quedaba corto. Si eso ocurría en Moronacocha en 1986, imaginémonos qué estará sucediendo ahora, con más de 40,000 personas habitando en las zonas inundables, y otras 400,000 botando sus desechos cargados de miles de millones de huevos y quistes de parásitos y otros elementos tóxicos a los desagües. Los niños que se bañan alegremente en esas aguas contaminadas corren ciertamente un riesgo, pero el mayor vendrá cuando comiencen a caminar con sus pies descalzos por el barro repleto de larvas y huevos de parásitos dispersados por las aguas durante la creciente. Y ahora que llegó la vaciante, el viento y los insectos se encargarán de regar estos huevos por toda la ciudad.

 

Definitivamente, nunca debió habitar la gente esas zonas periurbanas inundables. En la zona rural es diferente: la gente habita donde están los recursos, y las zonas inundables son mucho más fértiles que la altura, y en ellas abundan los recursos pesqueros, entre otros. Ahí hay que ayudar a la gente a recuperar y adaptar tecnologías apropiadas para enfrentar los riesgos de crecientes y vaciantes.

 

En Iquitos parece que han funcionado bastante bien las medidas de prevención de epidemias durante la creciente que han tomado las autoridades de salud, y se espera que también funcionen para prevenir las de la vaciante. Los casos de leptospirosis fueron controlados rápidamente, desmintiendo las falsas alarmas de algunos catastrofistas. No se ha producido, como se temía, un rebrote de los casos de dengue o malaria, probablemente gracias a la constante campaña de prevención, especialmente las fumigaciones. Sin embargo, los costos humanos y materiales durante esos desastres son enormes. Un dato del costo humano: según las autoridades de salud, «38% de los damnificados han sido atendidos por infecciones respiratorias agudas». A eso hay que sumar los miles de casos más con infecciones gastrointestinales, y otras afecciones directamente relacionadas con las condiciones de insalubridad vinculadas con la creciente y las zonas inundables.

 

Todo este descalabro podría haberse evitado si el Estado (léase Defensa Civil y las municipalidades) no hubiese permitido a la gente ocupar las zonas inundables de la periferia de Iquitos. Es increíble cómo algunos políticos, haciendo gala de un populismo más que barato, incentivan a la gente a que se quede en esas zonas, donde es muy difícil darles condiciones de salubridad y otros servicios, y las condiciones de vida siempre serán precarias. Quizás se deba hacer una excepción con Belén bajo, por su condición tradicional de puerto, que le da incluso un valor turístico, y porque la gente se adaptó a la creciente desde hace muchos años (casi todos tienen canoa), pero debe haber una inversión enorme para darle habitabilidad.

 

Por lo demás, la vaciante no sólo debe ser motivo de preocupación por temas de salud y hambruna luego de una gran creciente. Es el tiempo de la abundancia de pescado, de siembra y cosecha de productos en los fértiles barriales y playas enriquecidos con los limos traídos por los grandes ríos desde los Andes. Las cosechas serán abundantes en estas zonas, porque las crecientes grandes también matan a las plagas en las chacras (tanto de insectos y roedores como de malas hierbas). Pero hasta que lleguen las cosechas, luego de crecientes extremas como esta, el Gobierno debe ayudar a las comunidades de zonas inundables, porque la hambruna de verdad llega ahora, cuando ya se acabaron sus reservas de yuca y plátano. La gente del Marañón, según me cuentan, no guardó este año casi masa de yuca ni fariña porque cada vez están más esperanzados en los apoyos del Gobierno. Mal asunto.

 

Las crecientes y vaciantes son inevitables en la Amazonía baja, y son relativamente predecibles, lo que tiene que hacer el Estado es ayudar a la gente a adaptarse a ellas (en zonas rurales), con tecnologías apropiadas de cultivo y preservación de alimentos, y a evitarlas habitando lugares no inundables (en las zonas periurbanas de Iquitos y otras ciudades).