El «efecto tiburón» y el potencial de nuestros productos orgánicos

Por: José Álvarez Alonso

A los japoneses les encanta el pescado fresco; lo comen crudo en el shushi y otros muchos platos. Al principio pescaban en las aguas cercanas al Japón y llegaba fresquito a sus mercados, pero con la creciente demanda y la sobrepesca, cada vez tenían que ir a pescar más lejos. Para que llegase fresco a los consumidores tuvieron que congelar el pescado, pero para el cultivado paladar japonés, el sabor ya no era el mismo. Intentaron entonces otro método: llevar el pescado vivo, en grandes tanques, hasta los mercados. Sin embargo, para los japoneses, el sabor de ese pescado transportado en tanques seguía siendo diferente al del pescado capturado cerca de la costa.

Entonces se le ocurrió a un geniecillo (biólogo era, seguro) meter un tiburón en cada uno de esos tanques de transporte de peces: recién los degustadores más exigentes confirmaron que el sabor del pescado era indistinguible del que se capturaba cerca de la costa. Los pescadores perdían algunos peces en el trayecto, en manos (más bien en boca) del tiburón, pero ganaban mucho más con la calidad del pescado, que alcanzaba precios mayores en el mercado. ¿Qué hizo la diferencia? Pues la replicación de un fenómeno natural. La presencia de un tiburón en el tanque hacía que los peces se comportasen de forma mucho más natural que en tanques con miles de peces amontonados como ovejas. ¿Por qué creen que la carne de una gallina regional criada libre en la chacra sabe mejor, muchísimo mejor, que la de un pollo de granja, y también que la de una gallina criada en un corral cerrado? Si el estrés de un ambiente hacinado y de una alimentación de mala calidad puede cambiar de forma tan dramática nuestra vida, es obvio que también afecta la calidad de la carne y otros productos de los animales domésticos.

Se sabe también que algunos animales ponzoñosos, como las coloridas y venenosas ranitas de nuestra selva, cuyos exudados tóxicos son usados en medicina, no los producen las ranitas mantenidas en cautividad. Algo similar ocurre con aves cuyas plumas son usadas con fines ornamentales o industriales, o animales cuyas pieles son usadas para elaborar prendas de abrigo: las plumas y los cueros de los animales criados en cautividad no ostentan ni el mismo brillo ni la misma calidad que los de los animales criados en libertad, o al menos en semilibertad, en ambientes que simulan un ambiente natural.

La Naturaleza tiene sus reglas y sus limitaciones, y hoy el hombre está pagando caro el haberla forzado hasta el límite. Hasta Simón Bolívar habló de ello: «La Naturaleza debe preceder a todas las reglas», solía decir. Cuando el hombre no respeta las leyes de la Naturaleza, ésta finalmente se cobra, como hoy día ocurre con el cambio climático a nivel global, y la degradación ambiental en nuestra Amazonía.

Cuando el hombre quiere hacer algo realmente bien, trata de imitar a la Naturaleza. Por eso hasta ahora los alimentos más exquisitos siguen siendo los naturales. No hay comparación, por ejemplo, entre la carne de un sajino silvestre y un chancho criado en granja; en España, por citar otro ejemplo, se crían los famosos cerdos de pata negra, una raza menuda y rústica (de la que probablemente descienden los chanchitos chuscos amazónicos) que se cría en semilibertad en las dehesas y bosques mediterráneos, comiendo bellotas y otras ricuras campestres. El jamón producido con su carne (denominado «de bellota» o «pata negra») es uno de los tres productos más caros y exquisitos («delicatessen») del Planeta, a decir de los expertos, junto con el caviar de beluga ruso, y las trufas francesas. ¿Por qué no podrían los amazónicos comenzar a industrializar y exportar la carne «orgánica», «ecológica» -producida sin hormonas, antibióticos, y sin alimentos transgénicos ni trazas de pesticidas o fertilizantes químicos- de algunos de sus animales criados en semilibertad, como chanchitos, gallinas y patos regionales? Estoy seguro que encontrarían nichos de mercado.

Hoy por hoy, muchos sectores sociales privilegian todavía la cantidad y bajo precio antes que la calidad en los productos de consumo masivo. Pero a medida que mejoran los ingresos y el nivel de vida, más y más gente pide productos más naturales y de mejor calidad, aunque tengan que pagar precios hasta 20 y 30% superiores. Los mercados orgánicos y de productos naturales proliferan en ciudades del primer mundo, incluso en Lima ya hay muchas tiendas y ferias dedicadas al rubro. En esos mercados es donde tendrán un nicho garantizado muchos productos amazónicos cuya producción, hoy por hoy, quizás no es rentable, como peces alimentados en piscigranjas con productos naturales (no balanceados con soya transgénica, ojo), gallinas regionales, ‘carne de monte’, frutas y semillas cosechadas con manejo del bosque, y otros. Esos son los mercados que hay que explorar y desarrollar, y no obstinarse en producir lo que otros producen mejor y con ventajas comparativas en cuanto costos de producción y de transporte al mercado.

Jamás podremos, por ejemplo, competir con Brasil produciendo carne de vacuno -que llega a las 30 vacas pos ha. de pasto manejado-, con Vietnam sembrando arroz -produce cinco veces más por ha. que Loreto- o con EE. UU. y Canadá sembrando maíz -que producen cinco veces más por ha.-, pero sí camu camu, gamitana o paiche orgánicos, y otras muchas exquisiteces de nuestra tierra, que hay que explorar y promover.

Los millones de hectáreas de bosques naturales y los miles de cuerpos de agua todavía no contaminados de la Amazonía peruana pueden ser manejados para producir un sinfín de productos orgánicos para el mercado internacional, al mismo tiempo que proveen alimentos y otros recursos para las poblaciones locales, y generan ingresos con la venta de servicios ambientales -especialmente en el mercado de carbono- y con el ecoturismo. Por ahí apunta el futuro de la Amazonía, no por los monocultivos o la ganadería irrisoria de alto impacto ecológico y baja rentabilidad, como algunos ilusos todavía creen.