Cuestión de poder

Por: José Álvarez Alonso

Todos nos hemos topado con alguno. En el fondo son gentes minúsculas (los grandes nunca harían cosa igual). Se escudan detrás de sus míseros escritorios, uniformes, galones, estetoscopios, titulitos, carguitos, firmas, o cualquier otro adminículo que les otorgue, aunque sea de forma efímera y artificial, poder o supremacía sobre sus semejantes. Es más, exhiben los símbolos de su poder de forma obscena y, muchas veces innecesaria, demostrando para los inteligentes que sin ellos no son nadie. Son esas personas que en circunstancias normales en la vida cotidiana se comportan como cualquier otra, pero cuando obtienen un poco de poder se hinchan de vanidad como el sapo del cuento y abusan de él para sentirse alguien.

¿No se han encontrado con gentes así? Gentes que ustedes se encuentran en la calle parecen encantadoras, serviciales, humildes, pero cuando están en su puestito, detrás de su escritorio, y su gestión, su proyecto o negocio depende de ellas, parece que están encaramadas en un trono imaginario, desde el que miran con displicencia, con aire de superioridad a quienes tienen la mala suerte de requerir sus servicios. Podrían ser atentos y serviciales, saludar con una sonrisa y atender (para eso se les paga o se los ha elegido), pero se hacen de rogar, se esfuerzan por parecer superiores, malgeniados, fríos y hasta hostiles.

Destacan en esa subespecie humana los burócratas que intencionalmente retrasan un trámite, un permiso, una autorización, un documento que podrían sacar inmediatamente, solamente para sentirse que tienen poder. ¿Los conocen, verdad? Sí, esas ratas (me disculpan, nobles animales, pero lamentablemente su nombre tiene esa connotación) abundan más de lo que uno piensa. Ellos también han contribuido a frenar el desarrollo y el progreso de este país y de esta región; sí, ellos son en buena medida culpables, porque por su culpa los costos administrativos, de gestión o de formalización se van por las nubes, por culpa de ellos no invierten más quienes podrían hacerlo, por culpa de ellos no se formalizan quienes trabajan en la economía informal, etc. etc. Aún más, estos mismos suelen ser los más proclives a la corrupción, los que luego de hacerse los estrechos, se insinúan para cobrar por agilizar los trámites o por obtener el papel o el permiso que de otra forma se retrasa meses…

Claro que el epítome de esa metamorfosis kafkiana sufrida por quienes acceden sin merecerlo a un poco de poder son algunas llamadas «autoridades» (desde alcaldillos hasta congresistas y presidentes de la República), quienes no bien asumen su puesto (a veces antes, apenas reciben la confirmación de su triunfo electoral) ya adoptan unas detestables actitudes de superioridad olímpica y de hinchazón ególatra sobre el común de los mortales. Estas actitudes, en honor a la verdad, suelen acentuarse en la gente de escasa valía, acomplejada y con baja autoestima; los grandes hombres, e incluso las gentes decentes y productivas, no necesitan poder para sentirse alguien. Por eso la sabiduría popular ha inventado aquello de «piojo resucitado», en alusión a la gente insignificante que repentinamente accede a algo de poder. Y dicen cuando se topan con uno: «la vaca se olvida cuando fue ternera.»

La necesidad imperiosa de ser reconocidos

Todo ser humano quiere ser alguien, ser reconocido, respetado, sentirse importante siquiera para un grupo de personas. Lo correcto es hacerse respetar, ser valorado y estimado por los otros por las propias cualidades, por las buenas obras, por el servicio que uno pueda prestar a los otros y a la sociedad, no por el poder que uno pueda ejercer. Pero qué patético es que algunos quieran sentirse importantes por un poder ejercido de forma injustificada y frecuentemente malévola, por el temor que infunden, por obstaculizar en vez de por apoyar, por frenar en vez de promover, por sentirse gratuita e injustificadamente por encima de otros.

«Quien quiera ser primero entre ustedes que sea su servidor» dijo premonitoriamente Jesús a sus discípulos. Quién lo diría: muchos siglos después, ciertos cargos en la Iglesia Católica también han servido para que algunos infelices se sientan por encima de los demás mortales, desconociendo el mandato de Jesús. ¡Cuán diferente de la humilde, amable y servicial figura de Jesús de Nazaret resulta la de una de las más conspicuas e intolerantes cabezas de la Iglesia Peruana!

No todos ni mucho menos son así en la Iglesia, ni lo han sido, felizmente. La mayoría de los que conozco están más cerca del servicio que del poder. En Perú tenemos el ejemplo eximio de San Martín de Porres, que fue respetado y llegó a ser modelo de ser humano, de realización, como barrendero, en su pequeño espacio, y sin ejercer ningún poder sobre otros. Por eso los antiguos distinguían muy bien entre «poder», que nace de un cargo o puesto, y es postizo y por tanto efímero, y la «autoridad», que emana de los valores y cualidades de la misma persona, y del respeto que por tanto infunde a los otros; esta última suele ser duradera, si la persona mantiene su línea de vida y su prestigio.

La dulce venganza de los que han sufrido las displicencias de los poderosos es verlos luego en el llano: despojados de las ínfulas de su cargo o puesto, o símbolos del efímero poder que ejercieron, parecen empequeñecidos, encogidos, míseras y patéticas caricaturas de lo que fueron incluso antes de subirse al poder. Decía el gran filósofo romano Séneca (con gran experiencia en esas cosas): «el poder y el despotismo duran poco». Piénsenlo, efímeros ocupantes de un puestito de poder, algún día tendrán que bajar de nuevo al llano, y buscarán desesperada e inútilmente la amistad de sus antiguos amigos y el perdido respeto de sus conciudadanos…

Por mi parte, prefiero seguir en el llano, con el gran Rabindranath Tagore, quien sabiamente escribió: «Agradezco no ser una de las ruedas del poder, sino una de las criaturas que son aplastadas por ellas».